Abrazados a la Miseria

El Blog de Severino Lorences

Sobre mi blog

Todo escritor es también el primer lector de una obra siempre destinada a otros. Nadie escribe para sí mismo. Asumiré, por tanto, la hipótesis de que estas páginas van a ser visitadas. Es mi blog, pero también el de cualquiera que lo abra. Lo titularé como mi próximo libro: “Abrazados a la miseria”.

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El tamaño importa

Los fastuosos planes de Gil Marín para el Atleti (si la recién estrenada transparencia no es una finta más y lo que ha declarado el dueño -pero no señor- de la entidad rojiblanca coincide por una vez con sus verdaderas intenciones) adolecen de dos puntos flacos. Primero: exigen la colaboración de muchas instancias ajenas al club: la Comunidad, varios Ayuntamientos, el Ministerio de Defensa…, algunas de las cuales no se llevan nada bien entre sí.

Segundo: el estadio que se proyecta alzar -y un campo de fútbol es el verdadero eje de la vida deportiva del club que juega en él- tiene muy poco aforo. El Madrid y el Barça deben buena parte de su éxito deportivo a poseer dos coliseos capaces de albergar 100.000 espectadores (ahora en el del Madrid sólo caben unos 75.000, pues las antiguas localidades de pie se han convertido en asientos, motivo por el que los merengues no tardarán en construir otro).

He leído también que la instalación se inspiraría en el Allianz Arena, coqueto recinto que los alemanes han levantado en Munich (con los dineros del Bayern y de su rival, el 1860) y cuyo coste superó los 340 millones de euros. (Aquí, asegura Gil Marín, bastarían 120 kilitos de nada. Las cuentas no salen porque no creo que la vida sea en el Foro un tercio más barata que en Baviera.)

Pero a lo que voy: pese a haber invertido sus constructores una fortuna, el Allianz únicamente brinda asiento a 66.000 personas. Ahora bien, el Atleti no crecerá si no crece su estadio. Además, si en medio del actual bochorno institucional y deportivo -que dura ya casi dos décadas-, el Atleti se las arregla para convencer a 40.000 seguidores de que renueven su abono, lo más seguro es que, con un poco de acierto en los fichajes y una política menos errática, el club lograría como mínimo multiplicar por dos el número de fieles cotizadores. (¡Caramba que llegó a tener en los 70 más de 55.000 socios!)

Un campo para 90 ó 100.000 almas, enclavado en una zona densamente poblada y limítrofe con municipios opulentos (Pozuelo, Majadahonda, Boadilla y Las Rozas figuran entre los de mayor renta per cápita del país), haría la fortuna del Atleti, siempre que sus administradores se condujeran con más sensatez y menos rapacidad que hasta la fecha.

El tamaño importa, vaya que sí. Un estadio mayor lleva aparejada no sólo la posibilidad de concentrar más público, sino también la de dar cobijo a más empresas, incluidas las de ocio. (El concepto debe ser el de una pequeña ciudad en miniatura, con sus restaurantes, cines, bibliotecas, comercios, guarderías, clínicas…); también aumentan las probabilidades de que dicho gran campo sea elegido como sede de algún acontecimiento importante (finales de las competiciones europeas y españolas, etc.).

Tampoco resisto la tentación de referirme a los otras grandes ideas emanadas del caletre de Gil Marín, particularmente a dos: el retorno del balonmano y el ofrecimiento de acciones a los abonados del club. Cuando el pasivo de una sociedad -el Atleti, sin ir más lejos- supera los 400 millones, poner parte del accionariado a disposición de los seguidores equivale a vender arena en el desierto: un timo. No creo que nadie pique.

Y en cuanto al balonmano, ¿piensa de verdad Gil Marín que los pocos hinchas supervivientes de un deporte que erradicó del club su padre van a acudir a Brunete? ¿No sería más lógico buscar un pabellón en Madrid o, en el peor de los casos, edificar uno en la propia Ciudad Deportiva? ¿O es que en Alcorcón sólo hay sitio para los bulldozer de las constructoras inmobiliarias?

(Pequeña fábula). La posición del Atlético de Madrid es comparable a la de una ciudadela cercada por bandidos, la cual hubiese invocado el socorro de la autoridad. La autoridad se resiste a enviar ayuda porque la ciudadela parece insignificante y está lejos, los caminos no son seguros y entre ella y el eventual convoy se interponen precisamente los forajidos. La autoridad no quiere correr el riesgo de que los víveres y las armas acaben en poder de los sitiadores. Por si fuera poco, los espías dicen haber escuchado a los bandidos desgañitarse pidiendo ayuda para la ciudadela. Y no faltan quienes murmuran -pero Alá es más sabio- que la ciudadela es la guarida de los bandidos y que sus moradores de bien emigraron hace tiempo.

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