Abrazados a la Miseria

El Blog de Severino Lorences

Sobre mi blog

Todo escritor es también el primer lector de una obra siempre destinada a otros. Nadie escribe para sí mismo. Asumiré, por tanto, la hipótesis de que estas páginas van a ser visitadas. Es mi blog, pero también el de cualquiera que lo abra. Lo titularé como mi próximo libro: “Abrazados a la miseria”.

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Condescendencia nociva

Desde que el fútbol dejó de ser un deporte para convertirse en una religión del éxito -y no una religión sin dios, como sostiene el erróneo título de una obra póstuma de Vázquez Montalbán-, la violencia acampa al pie de sus frágiles murallas. Como la victoria es un modo de atribuir prestigio a cantidades enormes de aficionados, ha pasado de ser uno de los posibles desenlaces del match a un bien demasiado precioso como para que lo disfrute cualquiera. (Suele reservarse para los equipos que poseen las hinchadas más nutridas.)

Esta utilidad marginal del triunfo en el fútbol y en otros deportes (generalmente los de club) ha sepultado, como digo, su condición de mero desenlace feliz y constituye una primera fuente de violencia porque corrompe la competición al alojar en su seno la injusticia. (Se intenta que gane aquel equipo que congrega en torno suyo el mayor anhelo de victoria.)

Pero no sólo son los forofos de los equipos que pierden (porque el árbitro se equivoca) los que se soliviantan, sino también y cada vez más los de los que triunfan, quienes quisieran pasar a mayores después de la última hazaña de su conjunto predilecto, ya que la trascendental victoria obtenida pide precisamente trascender el ámbito del juego y desembocar en la vida seria. (Los disturbios en las celebraciones de los títulos no tienen casi nunca por protagonistas a los fanáticos del equipo perdedor, sino que son los seguidores más exaltados del vencedor los que se creen con derecho a un plus de indulgencia social para con sus ansias de despacharse a gusto y arrasar el mobiliario urbano, perseguir a los transeúntes, saquear las tiendas…)

Desde que el entusiasmo es también -y sobre todo- el nervio de una industria, encalabrinar a las masas constituye una simple técnica comercial. A este respecto, las lamentaciones de los medios de comunicación cuando se producen incidentes son una muestra de hipocresía. Aquí, como en otros quehaceres y actividades, se está dispuesto a pagar la factura de la anomia y la destrucción con tal de que no decaiga el ritmo del consumo. (Los fabricantes de automóviles, por ejemplo, no cesan de encomiar la potencia de sus vehículos, si bien no ignoran que la rapidez de dichos ingenios vuelve inseguras las carreteras.)

Fondo de comercio y principal baza para mantener fiel al consumidor, la victoria -la idolatría de la victoria- ha desquiciado el deporte. Este ya no es una fiesta de la competición (o la competición transvalorada en fiesta), sino, como indiqué arriba, una fe religiosa con sus practicantes, sus santos, sus demonios y un único dios: el éxito. (Aquí también reina el monótono-teísmo que tanto aburría a Nietzsche.) Y si mermara la susodicha fe también lo haría la demanda de bulas y reliquias (elásticas, botas, llaveros, relojes, pins, posters…).

Pero la victoria deportiva ha llegado a lo que es hoy no sin el concurso de bastante gente. Así por ejemplo el crítico de fútbol ya no opera en cuanto tal: es en realidad un ideólogo del gran club (cuyo derecho al triunfo custodia) o el bardo que canta sus proezas. Los informadores tampoco informan de nada; esos empleados de la industria del acontecimiento son las correas de transmisión de la chaladura ambiente. (Se ha creído oportuno escoger a los comunicadores entre individuos con escasa preparación y tan hinchas del equipo en el que se han especializado como sus lectores u oyentes; ¡qué mejor médium de la euforia que un eufórico a sueldo!).

De manera que el fair play, que no es un requilorio más o menos anticuado del deporte sino su condición de posibilidad, se ha quedado sin auténticos guardianes. Es decir: nadie vela por la limpieza de la competición; nadie defiende la deportividad y nadie pone coto a los violentos, aunque, cuando éstos perpetran sus tropelías, cundan las voces de alarma; pero se trata de una alarma de boquilla, más apta para salvar las apariencias y desmarcarse de los vándalos que para poner remedio al mal. Lo prueba la prisa que se dan todas las instancias que rodean al fútbol en exonerarlo de la menor responsabilidad en la génesis de la violencia gamberril, cuando ésta se desata, declarándolo ajeno, incluso refractario a ella. (Es como si, después del hundimiento de un buque, fuesen indiscutibles su idoneidad marinera y la pericia de sus tripulantes.)

Tal desistimiento o tal complicidad, que no son de ahora, han creado una tierra de nadie por la que irrumpen los bárbaros. Y la usual expresión "Son cuatro locos (o cuatro sinvergüenzas, o cuatro desalmados) que no representan a nadie" es otro embuste. Fórmulas como: "Este es un partido a vida o muerte" o "La derrota sería trágica", lejos de constituir un abuso del idioma más o menos vituperable, se erigen en consignas muy a propósito para atizar el fuego o echarle gasolina.

La fenomenología de la transformación de un deporte como el fútbol en religión del éxito es abundante: el elogio del jugador tramposo, teatrero y desleal, la consideración del espectáculo desde el punto de vista del interés de un club (en detrimento de la propia competición), la inhibición de los comités de disciplina ante flagrantes vulneraciones de la deportividad, la connivencia de los clubes con sus ultras, la inflación artificiosa de las pasiones, y -last but not least- el cultivo de una importancia enteramente opuesta a la virtualidad del propio juego deportivo y que no duda en pretenderse engendradora de Historia. (Es lo que podríamos denominar ‘la histeria historicista’.)

Sin el dique de reglas y conductas que componen el fair play, la violencia que engendra el actual deporte espectáculo puede devenir de simple marejada en maremoto devastador. Por eso, los dirigentes, los profesionales, los periodistas e incluso el público tienen el deber inexcusable de fomentar la deportividad.

Allá ellos si lo incumplen o negligen.

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