La derrota os hará lúcidos (o no, ¿quién sabe?)
(Peregrinando al ridículo.) Habrá que empezar por el final. Celoso
de que el Madrid acaparase esta semana el fracaso y sus liturgias, el Atleti exclamó:
"¡Bajo ningún concepto!" y se las arregló para perder contra el sexto
de la liga griega. Es el primer club de España que tiene el honor de caer en casa ante un equipo de
aquellos pagos. Otra muesca en la culata de los okupas, que no perdonan ningún récord bochornoso. Esta vez fue la
cantera la protagonista del enésimo hundimiento, que no será percibido como tal
porque el Atleti hace la tira que llegó a lo más bajo y sus reveses son como
las réplicas del seísmo que lo destruyó hace casi un cuarto de siglo. Pero
sería injusto salvar a la parejita Reyes-Simao, incapaz de asimilar las
técnicas más elementales del fútbol-asociación, a los anodinos Tiago y Antonio
López, a Forlán, candidato al Tuercebotas de Oro, al mister, etc. Salvo Agüero, una colección de mamarrachos.
(On tactics.) Sea cual sea la combinación
elegida, y pese a las afirmaciones de los locutores, los cuales insisten en que
al Atleti le sobran en la parcela ancha futbolistas de postín, la medular
rojiblanca no funciona. Y no lo hace porque ni Tiago, ni Raúl García, ni
Assunçao, ni Mario Suárez reúnen en sus personas las virtudes de equilibro,
criterio, agilidad y disparo de los buenos medios (de enlace y de ataque). Pero
es que además el sistema impuesto por los fichajes cuyo principal objetivo era
encubrir la baja de Torres (y tapar la boca de una afición sordomuda,
dimisionaria e indiferente, que no sabe expresarse ni por señas), induce el
desorden y descompensa el cuadro titular. Las bandas, en el fútbol moderno, no
se ocupan; son una tierra de nadie por la que transitan ocasionalmente los
delanteros y los laterales, no los interiores y mucho menos los extremos,
posición que ha languidecido al evolucionar el deporte rey. (El extremo siempre
fue un especialista cojo, y el fútbol
de hoy exige polivalencia y dos pies.)
Desde
Aguirre el Atleti se aferra al 4-2-2-2 que fácilmente degenera en un 4-2-4. Tan
audaz dispositivo sólo promueve pases
aventurados a los delanteros y acometidas embarulladas. Se espera que la enorme calidad de los atacantes supla
las carencias del Atleti como conjunto. Pero no hay tal enormidad o ésta puede ser fácilmente desactivada por los
oponentes, cuya estrategia se reduce a aislar a los puntas rojiblancos. Los dos
interiores abusan de la pelota (en realidad son delanteros o extremos que hacen
en el campo propio lo que únicamente deberían permitirse en el área rival: a
saber, regates y pases definitivos). Y los dos medios se limitan a obstruir y a
no perder el sitio, nerviosos ante su manifiesta inferioridad en número, que el
esquema agrava. El portero saca de fuerte voleón y los laterales (grises el
actual Luis Filipe y su teórico suplente A. López y desubicado el cuerpitocho Ujfalusi) suben un poco a la
buena de Dios. La decadencia de Simao debería servir para ensayar otro dibujo:
el 4-3-3, con Reyes, Agüero y Forlán arriba (que se alternarían en el remate,
la mediapunta y el juego por las alas), y con otro hombre en mitad del campo.
No sería la panacea, pero tal vez confiriese algo de solidez al equipo, tal
vez.
(Un derbi vulgar.) El hábito de perder da para lo que da: el seguidor
del Atleti, sin proponérselo, compara los fiascos, buscando en el último un rasgo diferente,
característico. Son melancólicos trabajos de amor perdidos, pues el seguidor
colchonero sólo halló los mismos ingredientes de tantas tardes y noches en el
último partido de la mínima (antes de la máxima): el farruco Madrid (que nunca
es para tanto), la propia incapacidad, el arbitraje (adverso hasta que el
desenlace no ofrecía dudas y favorable a partir de entonces...) Tengo para mí que
Lahoz dejó sin castigo la cobarde agresión de Diego Costa a Carvalho porque
antes había escamoteado un penalti imposible de ignorar en el área merengue.
Aunque quizá le pasase desapercibido el atentado, pues fue cometido por el
método Tassotti; o sea, aprovechando que el balón no rondaba por allí, aunque
podía llegar en cualquier instante.
Lástima
lo de Diego Costa porque quizá la única sorpresa agradable deparada por el
Atleti en este inicio de temporada había sido el desempeño del joven ariete. De
ser o parecer un jugador lento, vago, chupón e irascible, se había convertido
en otro con una velocidad aceptable, buenas maneras, capacidad de trabajo y
nada pendenciero. Y debió seguir contando con la confianza de Quique, pues en
aquel momento estaba por encima de Forlán. Costa, hasta entonces, había bregado
con alguna eficacia, tanto de espaldas a la portería rival como también frente
a ella. Poco egoísta (eufemismo de "malo"), aguantaba las tarascadas de los
oponentes sin inmutarse. Al principio corría por dos; después lo hizo con más
cabeza, como si comprendiera que un delantero tiene más obligaciones que la de
perseguir a los defensas adversarios y se sintiese con bastante calidad para
asumirlas. El aliciente de ser titular había obrado maravillas. Pero Quique lo
desterró al banquillo, y la pócima perdió toda su virtud.
(Fanfarrones y timoratos.) A ver si lo entiendo. ¿El vigente
supercampeón de Europa acude sin ninguna moral de victoria al Bernabéu? ¿Un
conjunto que, según su presidente, es especialista en dobletes (¡sic!) da por
perdido el derby y se conforma con que la derrota no sea de bulto? ¿Qué clase
de supercampeón puede ser ese? Uno de pacotilla, sin duda. Y por eso, el
supercampeón de pacotilla, una vez consumida la cuarta parte del torneo
liguero, viaja confortablemente a catorce de puntos del líder. Una proyección
pesimista (o quizá sensata) de estos resultados nada envidiables autoriza a temer
que el citado supercampeón acabe la temporada a unos 40 puntos del campeón a
secas.
(Low expectations.)
Algunos idiotas de la prensa antideportiva me recuerdan poderosamente a los
payasos de mi infancia, sobre quienes llovían las tartas y las bofetadas en las
funciones de circo. Por muchos tortazos y tartazos que recibiesen, ellos
reincidían en sus torpes travesuras. (Y eran los más populares entre los niños
porque la primera risa es la que provoca el prójimo rebelde y desmañado, al que
castigan sus semejantes y del que se vengan las cosas.) Los pelotas de Cerezo (el dirigente deportivo más botarate del panorama internacional) salen de
fábrica a prueba de realidad, como los payasos, a prueba de tartas, y describen
indesmayables el mundo feliz urbanizado por los okupas. Uno de los más fanfarrones y timoratos sólo lamentó de la última derrota en el Bernabéu que el Atleti no
hubiera podido dar un susto al Madrid (¡sic!) Dentro de poco se conformará con
que los suyos saquen de centro.
(Pequeños
de ego.) En el cuento de Kipling "Bimi" un orangután premedita y
comete un asesinato atroz. El dictamen del narrador es inapelable:
"Demasiado ego". Pues es lo contrario. Bimi, el orangután, no tiene
demasiado ego sino demasiado poco. Mutatis mutandis, es lo que le pasa a
Mourinho: en su ego minúsculo sólo cabe él; no hay ningún lugar para los demás,
y si lo hay, es un lugar angosto donde los demás empequeñecen y caben pero
miniaturizados. Así pues, se equivoca cuando afirma de sí mismo: "Gracias
a Dios no soy modesto". Es modesto, muy modesto; tanto, que en verdad
actúa como un entrenador de equipo pobre (y se permite las paranoias,
malhumores y quejumbres de los pobres) aunque sólo haya entrenado a equipos
ricos (incluso fue segundo en el Barça).
A este modo de conducirse otros lo llamarán
desvergüenza; yo, modestia. En el Madrid triunfará, como cualquier otro antes
que él, pero conviene recordar que cuando se fue del Chelsea, el millonario
equipo de Londres había dejado de ganar (con Ancelotti regresaron los
triunfos), y, cuando llegó al Ínter, éste ya ganaba. En el Madrid, eterno
ganador hasta cuando pierde, seguirá ganando. Mourinho se jacta de no ser
querido en Barcelona, cuyos hinchas nunca le perdonarán, según él, haber
evitado o impedido que el Barça jugase la final del Bernabéu. Todavía cree que
los partidos los gana él y no los jugadores o el club poderoso que lo contrata.
Aquí, nada más llegar, difamó a los rivales del once culé (que son los mismos
que se descomponen contra el Madrid y con harto menos fundamento); y se hizo expulsar
en un partido de Copa ya resuelto (¡contra un Segunda B!) para seguir
sintiéndose perseguido, envidiado, incomprendido... Los entrenadores merengues
suelen quejarse hasta cuando los benefician, y Mourinho sigue la estela, sin
apartarse un dedo del guión. Maradona, astuto adulador, y el director general
del Real Madrid, otro que tal, sostienen que Mou es respetuoso y educado, y que
el grosero y el demagogo es el coach
del Sporting. Pequeñas argucias de egos pequeños.
(El
listo.) Admitimos las triquiñuelas antideportivas porque somos unos adictos
a la victoria, bien, más que supremo, único, ante el cual los otros no ya
palidecen sino que se antojan males. Pero en la triquiñuela también hay clases
y comportamientos. Así Ramos, digno heredero de Hierro, provocó al árbitro en
un reciente Ajax-Madrid, y el director de la contienda lo envió a las duchas.
Al marcharse se acercó al juez para darle la mano con gesto chulo. Yo quería
que me expulsases y me expulsas, pero, en vez irme con serenidad, finjo un
cabreo condescendiente, como si me hubieses robado, y salgo del campo casi
perdonándote la vida, pobre gilipollas. Ramos, que se cree Pelé, merece tirar
las faltas en la selección de Del Bosque, pues hasta el afable coach de la roja aclamó la artimaña del mayúsculo estratega Mou.
En efecto, el número lo había organizado el entrenador
portugués; ahora bien, si éste juró sobre la Biblia en la rueda de prensa
posterior al choque, y sin que nadie le hubiera pedido explicaciones al
respecto, que no había instruido a Ramos y a Xavi Alonso para que los echaran,
era para que se supiese que sí lo había hecho, a fin de que ni el más lerdo
ignorase que el gran Mou piensa en todo, lo controla todo y es un conductor de
hombres y un pastor de pueblos. Al Madrid le ha salido un poco caro encontrar
un Clemente que no ha jugado al fútbol.
(Elemental querido Carlin.) El artículo
de John Carlin en "El País" ha levantado alguna polvareda. No
obstante, lo que él denuncia es todo menos novedoso. La diferencia es que los
que venimos señalando los males de la liga española desde hace ocho o diez años
hemos sido tachados de envidiosos o simplemente ignorados. Además, tal y como
lo cuenta Carlin, se diría que es un fenómeno no previsto, cuando en realidad
se trata de una meta a la que ha tendido nuestro balompié de un modo consciente
y deliberado desde hace evos. Aquí ha habido y hay una colusión estrecha entre
las autoridades, los medios de comunicación, los organismos deportivos, los
hinchas, etc. Pero los otros campeonatos no están libres de todo mal. En la
Inglaterra idílica de Carlin, el Manchester y el Chelsea prevalecen, una vez desinflados
el Arsenal y el Liverpool. Y si de vez en cuando surge un outsider que logra intercalar su ambición entre los apetitos de los
dos poderosos y medio, es a causa del dinero fresco de Oriente Próximo. En
Italia no hay alternativa a las dos potencias de Milán (y de haberla sería la
Juve, que no acaba de regresar a su estatura); en Portugal perviven el Oporto y
un Benfica comparsa. En Holanda, la debilidad es general; aun así no hay otros
candidatos a los títulos que el Ajax y el PSV. En Francia, después de los
fraudulentos esplendores del Olympique de Marsella, advino la hegemonía del
Lyon. Los derbis locales hace tiempo que no dan ningún juego:
Liverpool-Everton; Juve-Torino; Madrid-Atleti..., vanos simulacros de una
rivalidad inexistente. Esto es lo que pasa en Europa, y sería muy fácil de
corregir. Pero nadie lo hará porque nadie ama la competición, sino levantar
copas con el menor esfuerzo posible y presumir. El gusto bellaco, cuyo
predominio es abrumador, consiste en ver a Goliat detentar y ostentar. Los
forofos quieren leyendas, mitos, héroes imbatibles, y la industria del triunfo ha hecho todo lo
posible por reducir las tallas de los competidores a dos tamaños: el colosal y
el insignificante. Se ha trabajado con ahínco en la selección artificial de los
poderosos y de los impotentes. Estamos maduros para los Globetrotters, algo
mucho peor y menos bello que el deporte, pero cómo mola.