Paseo de los Melancólicos
No nos merecemos esto. Ése fue el primer pensamiento que me vino a la cabeza cuando crucé el aparcamiento del Vicente Calderón y salí por la puerta del estadio para fundirme en el mar de cuerpos cabizbajos que, como yo, se
dirigían a tomar el metro a Pirámides.
Paseo de los Melancólicos. Pocas veces, el nombre de una calle puede relacionarse más con lo que ahí sucede. Normalmente, el Ayuntamiento tiene una serie de personas ilustres o de conceptos abstractos que, según sus
criterios ideológicos, sociales o, incluso, personales, los hacen merecedores de resucitar en el callejero. Así, casi como si fuera una lotería, a uno le toca vivir en López de Hoyos, en Príncipe de Vergara, en Diego de León, en Ecuador, en Conciliación o en Volver a Empezar sin que se tenga idea de quiénes fueron estos personajes o a cuento de qué se nombró la calle como un sentimiento, un país o una película. Y muchas veces, no tenemos ni tiempo ni ganas de averiguarlo. Bastante hacemos con aprendernos el nombre de memoria para que lo tengan registrado en un montón de ficheros y nos manden las facturas a casa. No nos preocupa que a los generales golpistas les escandalice lo que ocurre en la calle a la que dan nombre, que los escritores nunca se inspirarían en “su” vía para escribir su obra. Y mucho menos que las relaciones entre los vecinos haya de todo menos la “conciliación” que tienen en común, que el ambiente de la calle no tenga nada que ver con el país con el que comparten sustantivo o que Garci nunca se fijaría en un sitio tan normalito para rodar una de sus superproducciones.
Sin embargo, creo que en el Paseo de los Melancólicos no hubo tal sorteo. Seguramente, el concejal del ramo se fijó, al bautizar la calle, en las cabezas bajas y las caras largas de los que, casi cada domingo, regresaban de ver perder a su equipo.
Y ahora soy una gota de agua en ese mar de melancolía. A mi alrededor, todo es desencanto y decepción. Todas las conversaciones que llegan a mi oído llevan, dentro de sí, una profunda capa de amargura y desesperación. Nadie se explica lo que está pasando y todos echan la culpa a tirios y troyanos.
Lo que parecía una idea genial la semana pasada es ahora un error funesto que delata la poca inteligencia del entrenador. Y en todos los comentarios flota la nostalgia, los recuerdos de un equipo que hizo grandes cosas y que
ahora está hundido en un pozo que no parece tener salida.
El mar de desesperación prosigue su penoso camino hacia el metro y varios coches y un autobús quedan atrapados en él. Los viajeros del 116 parecen tomarse su retraso con el estoicismo de lo inevitable.
Los bares del camino empiezan a llenarse de gente deseosa de consolarse con una caña y ver las declaraciones de los responsables del desaguisado. No dejarán títere sin cabeza mientras la noche y el frío se adueña del Paseo de
los Melancólicos.