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Dos corazones
- Ganó el Atleti ayer, eh ? ", dijo mi madre dando un giro inesperado a la conversación.
Me apresuré a contestar casi instintivamente, como si me acabasen de despertar de un profundo sueño.
- Sí, marcó López Ufarte de penalti al principio del partido... y luego a dormir. Parece que no jugamos bien, pero bueno, dominamos al Sabadell sin problemas e incluso al final Eusebio pegó un tiro en el poste. Lo importante era ganar el primer partido de liga. Eso sí, el campo estaba casi vacío. Seis mil espectadores. Espero que no sea así todo el año...
- Dónde jugamos el próximo?
- En Mallorca.
Hoy, transcurridos más de trece años de aquella escena, me parece que mi respuesta seguramente fue más larga y detallada de lo que requerían las circunstancias.
Recuerdo aquella tarde de septiembre de 1.987 con la típica nitidez brumosa con la que la memoria vuelve a traer a tu presencia hechos remotos, casi olvidados, escondidos en los más íntimos recovecos del subconsciente. Hechos que el día menos pensado vuelven a aparecer inesperadamente, como una foto en blanco y negro de la niñez, en pantalones cortos de cuadros y niki color crema ajustado, que descansaba perdida en las desgastadas páginas crema de un álbum familiar.
Era un día gris, más oscuro de lo normal. Impregnado del toque nostálgico que suelen tener las fechas en las que el verano comienza a anunciar su marcha. Pero aquella vez había un motivo más real y contundente para la tristeza: por la mañana habíamos enterrado a mi abuela, muerta dos días antes de forma repentina en Albacete. Recuerdo la lenta y pesarosa procesión al cementerio del Parque de La Coruña en Villalba, escoltando el féretro, con la tibia lluvia empapando intermitentemente el paisaje, como si la meteorología quisiera ser coherente con el entorno. Los rostros de mis padres, esculpidos con un dolor intenso pero sereno a la vez, y aún confundidos por la inmediatez del hecho. Y la luz. Esa luz tenue, grisácea, como de película española de postguerra, que presidió la jornada. Recreo una vez más la escena y me veo allí, con la chaqueta que me hizo mi madre para el día la Confirmación y unas gafas de sol de espejo, compradas en el mercadillo a 1.000 pesetas, que me daban un aire de falso duro, y que dudo que engañasen a alguien, excepto a mí mismo (a ratos) y a mi vista, castigada estúpidamente por la negritud insalubre del cristal barato.
Pasado el trago volvimos a casa. Y aunque la tristeza podía cortarse en gruesas rebanadas y el fallecimiento reciente de un ser querido inundaba todas las conversaciones, mi madre tuvo un momento para preguntarme sobre el Atleti. Y yo para responder. No tan apasionadamente como de costumbre, no recreándome en el análisis del partido, no dando opiniones técnicas y tácticas (dentro de mis limitaciones) sobre quién debería jugar y dónde, es decir, no con la vehemencia habitual de quien habla de algo suyo de lo que se siente orgulloso, sino con mesura, con prudencia, sin alzar la voz, imponiendo a las palabras un ritmo monótono y casual, tratando de que la breve conversación futbolística pasase de puntillas, con un respeto reverencial, en medio de aquella atmósfera de desolación. Por eso quizás, la extensión de mi respuesta se podía llegar a calificar de inoportuna. Involuntariamente inoportuna. Y es que el dolor normalmente exige un protocolo que tiene más de costumbre ancestral y arisca que de verdadero sentimiento, de auténtica necesidad de aislarse del mundo exterior.
Son muchas las veces que me he preguntado cómo, en situaciones de desgracia sobrevenida más o menos intensa o grave, el Atleti ha seguido presente en mi vida con una entidad individual, ajeno a mis problemas y a la vez demandando su cuota de protagonismo en mi escala de atención, en ese momento perturbada por algún hecho de apariencia catastrófica, pero, afortunadamente, de duración temporal. Y es precisamente esa ajenidad la que siempre me ha sorprendido. Por triste que haya sido la tarde, por grueso e insoportable que se haya hecho un nudo en mi garganta y numerosas las lágrimas retenidas en la antesala de mis ojos nunca se ha celebrado un partido del Atleti sin que yo haya tenido un momento durante el mismo para preocuparme por el resultado, para ponerme nervioso y buscar cualquier radio o teléfono en los que pudiera obtener la ansiada noticia. Nunca he podido (ni en verdad he querido) evitar que una pena haya podido ser ocultada, degradada a segundo plano, durante los segundos en los que observaba una jugada de ataque del Atleti. La ansiedad por el gol se tragaba todo lo demás inexorablemente. Y si llegábamos a marcar..., Dios bendito, el gol. En ese instante, el gol es sencillamente el universo. Luego las penas y el dolor vuelven, o más bien siguen en el sitio de antes, esperándote. Pero con el gol atlético no han podido, como el Sol que deja de irradiar su luz cuando la desfachatez de la pequeña Luna provoca un eclipse.
Hace tiempo que ya no me indigno por estas intromisiones irrespetuosas del Atleti en las zonas más profundas de mis sentimientos y emociones. No queda más remedio que considerarlas como algo natural, irremediablemente natural. Algo con lo que te acostumbras a vivir hasta el punto que, si un día te faltase, una parte de tu existencia quedaría definitivamente vacía. Es parecido a lo que pueden significar las olas para el marinero de alta mar: cierto es que lo pueden matar, pero sin ellas es otra persona, alguien incompleto.
A veces incluso he tratado de llegar más allá de la lógica en mi intento de encontrar la naturaleza de esta irrefrenable pasión, de esta fidelidad rayana en la sinrazón. Y he de reconocer que mi argumento, como era de esperar, evita voluntariamente el terreno científico para adentrarse de lleno en el puramente poético. Y es que creo que todo atlético de verdad nace con dos corazones: el físico, común al resto de la humanidad; y el corazón atlético, invisible pero tan real como el otro, que vive paralelamente en nuestro interior. Cada uno tiene sus particularidades, sus intereses y su forma de reaccionar ante los hechos. Sin embargo, los dos residen en el mismo cuerpo y en el mismo espíritu, y necesariamente el ánimo del uno incide en el otro. Digamos que interactúan, si bien es necesario que cada uno permanezca en su propio espacio, sin invadirse. Otro comportamiento conllevaría la alteración del orden natural de las cosas.
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Domingo, 18 de diciembre de 2.000.
18.41 P.M.
Tras una breve despedida entré en el coche apresuradamente. Con un ner
Posted:
ene 30 2001, 12:00
por
SDHEditor
Archivado en:
Juanan
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