Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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julio 2006 - Artículos

Bär Lin (y fin)

Y por fin, Berlín. De acuerdo, una semana después de la final. Pero el mismo Berlín. Con la misma fiesta ocupando la Avenida del 17 de Junio. Con la misma Victoria de sonrisa etrusca sobre el parque, observando la misma aglomeración de hombres (y mujeres) en torno a la alegría no espontánea, forzada. Con la misma caricatura de un millón de peterpanes sin nocilla. Porque en este animal de 50 kilómetros de lomo, el tiempo pasa y lo transforma todo, para que al fondo del río nada cambie (perdón por el lugar común).


Berlín fue este fin de semana – como siempre – una ciudad desdividida, capital de una Europa central descabalgada, aún con cierto rapto quizá por la nostalgia en penumbra, o por el brillo plateado de su atmósfera. Fue la misma ciudad sin centro, pero con cinco barrios clamando su condición de “Mitte” (=”Centro” en alemán). Con un cielo que es personalidad propia, un suelo histórico bajo los pies, un bosque de grúas sesgando edificios históricos y una selva de poleas elevando esfinges de la arquitectura ultramoderna. Berlín indefinible, indescriptible, inabarcable en el monolito de los epítetos.

 

Berlín es desde hace ya una década la reconstrucción de lo que quiere ser, a imagen y semejanza de lo que no es. Es un carisma fascinante que no se asume a sí misma, que protesta porque sí y porque no (en 2005 registró un promedio de seis manifestaciones al día). Es una obra continua (mental y física, pues pareciera que algún político de Madrid tuviera primos en la capital de Prusia). Es un pueblo levantando muros, queriendo tirar los del pasado, luchando contra otros que no existen, regocijándose en su protagonismo con desdén y maldiciendo ese glamour que otros le colocan. Es una ciudad que echa de menos el confort de sentirse desgraciada, y una ciudad desgraciada que blasfema sobre su propia prosperidad.

 

En ese ente tan confuso se celebró la final. En una ciudad donde tú importas una mierda y el fútbol menos, donde Superman se estrella contra el suelo y certifica que los superhéroes también tienen algún mal día, se celebró otro día para la historia. Porque millones de personas volvieron a mirar hacia el Spree, volvieron a asomarse por encima del hormigón armado. Queriendo ver cómo el oso, ya sin cadena, pretendía ser un circo ambulante.

 

Pasado el frenesí, pasada esta resaca, quedaron sólo las fotos para la felicitación y para la polémica. Para la demonización del criminal victorioso y la expurgación de los pecados del zidassessine. Para la búsqueda de la contrahistoria, del no admitir lo ocurrido, del asumir la victoria del destino como un mal injusto y pendenciero. Sin saber que Berlín es, si es que es algo, una suerte imprevisible, un engaño a los espejismos, un oasis que existe y no vemos, y cuya agua al humedecer asusta a los poros que la desean.

 

El fútbol no supo que la ciudad del oso y el muro, de la cúpula de luz en el techo del Reichstag y la caja negra en su sótano, del pasillo aéreo y el túnel hacia el búnker, de nacidos en tiempos de guerra y caídos en tiempos de paz, esa ciudad, ese bicho viviente, no tiene leyes escritas, ni una ley empírica que tome asiento en sus calles, ni una costumbre que haga jurisprudencia en sus centros.

 

Ganó la cispadana, Italia si d’esta, rojo blanco verde flotando en el cielo azurri, fiesta hasta el amanecer. Y Berlín refrescado en el aire. Deconstruyéndose el domingo de noche para reempolvarse la nariz al viernes siguiente.

En este impás que es Berlín, en este final que de nuevo empieza, vinilos y poses se confundían ya ayer para la foto, y yo miraba sobre mi resaca hacia el final de un viaje. Como si hubiera llegado al hogar. Como si fuera a abandonarlo para volver a él mil veces.

- Nos veremos de nuevo, Berlín.

- Hasta siempre, muchacho.

Azules

La noche del martes en Dortmund fue impresionante. Me cuesta describir los ambientes a estas alturas de la competición sin repetirme, pero el de anteanoche era claramente diferente a todos los anteriores. Alemania jugaba en su fortaleza inexpugnable, eso que los ingleses se empeñaron en colocar en Wembley, los franceses en Saint-Denis y algún hispano en el Sánchez Pizjuán. Y los italianos, tanto los venidos del Sur de los Alpes como los inmigrantes de segunda y tercera generación en tierra teutona, tanto los vestidos con su elástica como los que vestían sólo camiseta interior en sus hornos de pizza, tanto los que no hablaban alemán como los que dominaban a Heinrich Heine, estaban rabiosos. Querían ganar. Querían ser los de siempre.

Los de azul ofrecieron su cara más bella. La de la técnica, la lucha, la fuerza de carácter y la paciencia. Y al final se llevaron una justa recompensa. Por hacer bien lo que saben hacer: vender al productor su propio producto en su propia casa.

En lo externo al deporte, la tarde se había achicharrado bajo el fervor popular, de uno y otro bando. El tren hacia Dortmund era una carreta del Rocío, lleno de polvo, de más personas de las que cabían, y de un río de botellas (no tercios) de cerveza, en continuo trasiego las más, en vacío potencial todas. Al abrirse las puertas en cada estación, varios frascos caían a las vías, y a nadie parecía importarle el casco, que en este país aún se devuelve.

La “milla de hinchas”, la zona habilitada para la fiesta de los que van a entrar al partido y de los que no, estaba igualmente saturada. Si alguien ha estado en la Plaza del Ayuntamiento de Pamplona para el chupinazo, puede hacerse una idea aproximada. Durante el partido, los alemanes se fueron desencantando poco a poco, y los italianos mostraban su hambre, su ansia, y su certeza.

Tras el partido, el desencanto se transformó en ira, y el hambre en tensión, y hubo cruces, de los que no dan para salir en prensa, pero sí para que los presentes no olviden. Para mí quedó claro que, mientras este país tenga tan interiorizada su culpa frente al mundo y la historia, mientras tenga tan arraigada la necesidad de distanciarse de su pasado, mientras siga cayendo en el vicio anglosajón de ser políticamente correcto, seguirá viviendo en este estado de bienestar que goza desde su particular “milagro”. Pero si un día lo olvida, si un día el bienestar se rompe del todo, si un día compara entre antes y después y pierde su complejo de diablo, será el mismo pueblo sin social skills, venerador del orden y la firmeza, que un día fue y que quizá nunca deje de ser.

Las cispadanas, alguna gigante y con el rótulo “Forza Italia”, colgaban orgullosas de balcones, escaparates, y techos solares opcionales, y a su vista, sus comilitones se ponían firmes, saludaban con las bocinas, agitaban con sus brazos y espantaban sus gravedades hacia el cielo. Desde algunos balcones, las blasfemias ladraban contra el vencedor, sin más fuerza ni razón que la frustración, sin más remedio que la resignación.

Ayer Alemania amaneció, como si en este país no se hubiera celebrado evento alguno durante el último mes. Como si hubieran vuelto al ensoñamiento, salido del frenesí y retomado la cadencia del día a día de siempre. De hecho, hasta bien entrado el día la mayoría había olvidado que también se juega por el tercer puesto, y el que era preguntado por la noche anterior respondía en términos de no tener pasión alguna por algo tan tribal e insignificante. Si rascabas un poco más, salía entonces la superioridad moral, que no es más que el recurso del que no entiende que ha sido de facto inferior, por mucho de iure en que incurras.

Así, lo de anoche entre lusos y francoadoptados fue insípido, soso y previsible. Y el que volvieran a ganar los azules no supuso más que una repetición del guión. Eso sí, esta vez con todos contentos. Todos azules.

Cuarto de menos

El sábado era un día de piscina en Alemania. La hora de la siesta era soporífera y la gente miraba con cierto desdén un partido tosco junto a sus copas de helado y sus cafés con hielo. He de aclarar que los alemanes se trincan los helados en julio igual que en diciembre, con alegría y galletas de barquillo, y pretenden con esos lácteos refrigerados convertirse en Peter Pan y volar hasta las playas de Pukhet o Pattaya por tres euros y medio con nata.

Los ingleses preferían refrescarse con cebada, los portugueses con mangas cortas y las portuguesas con camisetas remangadas hasta el esternón. Total, viendo el ejemplo que habían dado las alemanas el día anterior, cualquier desmelenamiento luso era descafeinado y con hielo. En un lance del partido, ellas y ellos saltaron de alegría, pero el cabezazo había sido producto de una posición irregular e igual que subieron, bajaron.

Con mi novia quemada por el sol, nos recogimos en el ático de su usufructo. De nuevo, afuera, los rivales acudían al frontón de los once metros. Y ocupados en el after sun del baño, sólo pudimos intuir que al final ganaba Portugal: tantas bocinas no podían celebrar un triunfo de la Pérfida. Ya comenté además en mi inserción desde Hamburgo que habían aparecido sorprendentemente numerosos portugueses en estas tierras. Son gente por lo general reservada, humilde, pero en esta ocasión tienen motivos para mostrarse al mundo, y lo hacen en gran número, con alegría, frescura y humildad, lo cual se agradece.

Sobre todo porque a la noche llegó el duelo entre dos prepotencias. La una venida a más, crecida por imprevista, sobre todo porque los nuestros les dieron más que aire, helio. La otra venida a menos, relajada y fofa, con dioses con pies de hueso y la cabeza en el limbo. En una terracita al borde del Ruhr, los alemanes observaban abominados cómo Francia le daba un repaso a Brasil, con una ocasión tras otra, sin prisa pero sin pausa.

Era una situación extraña para ellos. Querían que Brasil llegara lo más lejos posible, para disfrutar con las fiestas posteriores a los encuentros, para seguir soñando con una revancha de lo ocurrido en Japón y Corea, para que el partido del sábado fuera un “Deutschland’s living a celebration” de principio a fin. Pero por otro lado temían con fiereza a la canarinha, no querían perder en la final, no podían pensar en un “Schluss” tan cerca de la gloria.

Querían también que Francia muriera por el camino, que no mostrara tan buen juego, que no diera tanto miedo. Que los franceses no sacaran, ahora que ya pueden contar victorias, la puñetera “bleu” a la calle. Que no pitaran más noches, que no cantaran sin armonía (increíble que nuestro país vecino haya dado tantos astros de la “chanson”). Y al mismo tiempo querían que Francia eliminara al ogro, que devolviera los espíritus a las playas de Paraty, que pusiera el fútbol en los estadios y la samba en los sambódromos, cada cosa en su sitio como es precepto en este país.

Así que, en cualquier caso, los alemanes acabaron el sábado con sensación de pérdida. No puedo imaginar cómo serán las cosas mañana si esta noche no triunfan. La “schwarz-rot-geil” (“negro-rojo-cachondo”), que cuelga de los balcones, que se erige sobre los coches, que se zarandea en los retrovisores de los tranvías, que envuelve los expositores de productos de cosmética, quiere campear una semana más.

Esta noche se celebra el primer partido del siglo.

Cuarto de sábado

Es viernes por la tarde, se acerca un tren vacío, a una estación desierta. El tren se detiene, abre sus puertas, subo y elijo tranquilamente mi asiento. El vagón no lleva pasajeros. En estos momentos, todos los potenciales viajeros están frente a una pantalla de televisión. El suyo, o el de algún comerciante o restaurador. Se estima que en 2002, el 63% de los alemanes aprovecharon el mundial para hacerse con un televisor nuevo en su hogar o negocio. En esta ocasión, la estadística es imposible.

Así que todos están viendo cómo los suyos reparten estopa a diestro y siniestro. Con la connivencia del imparcial (aquí no se habla de “trencilla”, sino de “unparteilich” – “imparcial”), están realizando un juego duro con el que intentan sacar a los argentinos de sus casillas. Y aún así, Argentina ha marcado. Y ha estallado el silencio. En otros países, la muerte quizá sepa a llanto. En Alemania, a silencio. Un silencio sin sal, sin azúcar, sin textura. Tan rotundo como pesado, tan aséptico como abrumador. Un agujero negro que se come el dolor y se consume a sí mismo.

 

Paso por el centro comercial. Un chaval de blanco y negro, éste último color de adopción, se parte el pecho en la gran pantalla por alcanzar su diana. La del éxito personal, que conduce al colectivo, rara avis. O quizá sólo en España. Al fin consigue su objetivo, y se libera toda la energía acumulada. Casi un millón en Berlín, casi cien en el centro comercial, los gritos son más de liberación que de éxtasis.

La oportunidad se abre en forma de once metros. Es curioso este paredón, en que el pelotón de fusilamiento puede perder la guerra. Yo decido obviar el duelo, y cojo un coche prestado: si llegamos al restaurante mientras resuelven su suerte, cogeremos la mejor mesa en plena balconada. Por el camino, en la avenida, van saliendo a la calle los gritos, en frecuencia impar. Con el último, salen acompañados a un lado y a otro de barrigas desnudas, imberbes, carnosas, colgando de unos brazos en alto en botes arrítmicos.

Su Cerbero ha frenado al destino casi a las puertas del infierno. La muerte ha cambiado de bando. La noche va a ser larga y ruidosa.

Pero el ocaso sobre el lago Baldeney me recuerda a Schiller y Goethe, y nos hace olvidar a tudescos, ítalos y sparrings. De los segundos aún quedan por decir muchas cosas.