Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Cuarto de sábado

Es viernes por la tarde, se acerca un tren vacío, a una estación desierta. El tren se detiene, abre sus puertas, subo y elijo tranquilamente mi asiento. El vagón no lleva pasajeros. En estos momentos, todos los potenciales viajeros están frente a una pantalla de televisión. El suyo, o el de algún comerciante o restaurador. Se estima que en 2002, el 63% de los alemanes aprovecharon el mundial para hacerse con un televisor nuevo en su hogar o negocio. En esta ocasión, la estadística es imposible.

Así que todos están viendo cómo los suyos reparten estopa a diestro y siniestro. Con la connivencia del imparcial (aquí no se habla de “trencilla”, sino de “unparteilich” – “imparcial”), están realizando un juego duro con el que intentan sacar a los argentinos de sus casillas. Y aún así, Argentina ha marcado. Y ha estallado el silencio. En otros países, la muerte quizá sepa a llanto. En Alemania, a silencio. Un silencio sin sal, sin azúcar, sin textura. Tan rotundo como pesado, tan aséptico como abrumador. Un agujero negro que se come el dolor y se consume a sí mismo.

 

Paso por el centro comercial. Un chaval de blanco y negro, éste último color de adopción, se parte el pecho en la gran pantalla por alcanzar su diana. La del éxito personal, que conduce al colectivo, rara avis. O quizá sólo en España. Al fin consigue su objetivo, y se libera toda la energía acumulada. Casi un millón en Berlín, casi cien en el centro comercial, los gritos son más de liberación que de éxtasis.

La oportunidad se abre en forma de once metros. Es curioso este paredón, en que el pelotón de fusilamiento puede perder la guerra. Yo decido obviar el duelo, y cojo un coche prestado: si llegamos al restaurante mientras resuelven su suerte, cogeremos la mejor mesa en plena balconada. Por el camino, en la avenida, van saliendo a la calle los gritos, en frecuencia impar. Con el último, salen acompañados a un lado y a otro de barrigas desnudas, imberbes, carnosas, colgando de unos brazos en alto en botes arrítmicos.

Su Cerbero ha frenado al destino casi a las puertas del infierno. La muerte ha cambiado de bando. La noche va a ser larga y ruidosa.

Pero el ocaso sobre el lago Baldeney me recuerda a Schiller y Goethe, y nos hace olvidar a tudescos, ítalos y sparrings. De los segundos aún quedan por decir muchas cosas.

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