Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Cuarto de menos

El sábado era un día de piscina en Alemania. La hora de la siesta era soporífera y la gente miraba con cierto desdén un partido tosco junto a sus copas de helado y sus cafés con hielo. He de aclarar que los alemanes se trincan los helados en julio igual que en diciembre, con alegría y galletas de barquillo, y pretenden con esos lácteos refrigerados convertirse en Peter Pan y volar hasta las playas de Pukhet o Pattaya por tres euros y medio con nata.

Los ingleses preferían refrescarse con cebada, los portugueses con mangas cortas y las portuguesas con camisetas remangadas hasta el esternón. Total, viendo el ejemplo que habían dado las alemanas el día anterior, cualquier desmelenamiento luso era descafeinado y con hielo. En un lance del partido, ellas y ellos saltaron de alegría, pero el cabezazo había sido producto de una posición irregular e igual que subieron, bajaron.

Con mi novia quemada por el sol, nos recogimos en el ático de su usufructo. De nuevo, afuera, los rivales acudían al frontón de los once metros. Y ocupados en el after sun del baño, sólo pudimos intuir que al final ganaba Portugal: tantas bocinas no podían celebrar un triunfo de la Pérfida. Ya comenté además en mi inserción desde Hamburgo que habían aparecido sorprendentemente numerosos portugueses en estas tierras. Son gente por lo general reservada, humilde, pero en esta ocasión tienen motivos para mostrarse al mundo, y lo hacen en gran número, con alegría, frescura y humildad, lo cual se agradece.

Sobre todo porque a la noche llegó el duelo entre dos prepotencias. La una venida a más, crecida por imprevista, sobre todo porque los nuestros les dieron más que aire, helio. La otra venida a menos, relajada y fofa, con dioses con pies de hueso y la cabeza en el limbo. En una terracita al borde del Ruhr, los alemanes observaban abominados cómo Francia le daba un repaso a Brasil, con una ocasión tras otra, sin prisa pero sin pausa.

Era una situación extraña para ellos. Querían que Brasil llegara lo más lejos posible, para disfrutar con las fiestas posteriores a los encuentros, para seguir soñando con una revancha de lo ocurrido en Japón y Corea, para que el partido del sábado fuera un “Deutschland’s living a celebration” de principio a fin. Pero por otro lado temían con fiereza a la canarinha, no querían perder en la final, no podían pensar en un “Schluss” tan cerca de la gloria.

Querían también que Francia muriera por el camino, que no mostrara tan buen juego, que no diera tanto miedo. Que los franceses no sacaran, ahora que ya pueden contar victorias, la puñetera “bleu” a la calle. Que no pitaran más noches, que no cantaran sin armonía (increíble que nuestro país vecino haya dado tantos astros de la “chanson”). Y al mismo tiempo querían que Francia eliminara al ogro, que devolviera los espíritus a las playas de Paraty, que pusiera el fútbol en los estadios y la samba en los sambódromos, cada cosa en su sitio como es precepto en este país.

Así que, en cualquier caso, los alemanes acabaron el sábado con sensación de pérdida. No puedo imaginar cómo serán las cosas mañana si esta noche no triunfan. La “schwarz-rot-geil” (“negro-rojo-cachondo”), que cuelga de los balcones, que se erige sobre los coches, que se zarandea en los retrovisores de los tranvías, que envuelve los expositores de productos de cosmética, quiere campear una semana más.

Esta noche se celebra el primer partido del siglo.

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