Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Azules

La noche del martes en Dortmund fue impresionante. Me cuesta describir los ambientes a estas alturas de la competición sin repetirme, pero el de anteanoche era claramente diferente a todos los anteriores. Alemania jugaba en su fortaleza inexpugnable, eso que los ingleses se empeñaron en colocar en Wembley, los franceses en Saint-Denis y algún hispano en el Sánchez Pizjuán. Y los italianos, tanto los venidos del Sur de los Alpes como los inmigrantes de segunda y tercera generación en tierra teutona, tanto los vestidos con su elástica como los que vestían sólo camiseta interior en sus hornos de pizza, tanto los que no hablaban alemán como los que dominaban a Heinrich Heine, estaban rabiosos. Querían ganar. Querían ser los de siempre.

Los de azul ofrecieron su cara más bella. La de la técnica, la lucha, la fuerza de carácter y la paciencia. Y al final se llevaron una justa recompensa. Por hacer bien lo que saben hacer: vender al productor su propio producto en su propia casa.

En lo externo al deporte, la tarde se había achicharrado bajo el fervor popular, de uno y otro bando. El tren hacia Dortmund era una carreta del Rocío, lleno de polvo, de más personas de las que cabían, y de un río de botellas (no tercios) de cerveza, en continuo trasiego las más, en vacío potencial todas. Al abrirse las puertas en cada estación, varios frascos caían a las vías, y a nadie parecía importarle el casco, que en este país aún se devuelve.

La “milla de hinchas”, la zona habilitada para la fiesta de los que van a entrar al partido y de los que no, estaba igualmente saturada. Si alguien ha estado en la Plaza del Ayuntamiento de Pamplona para el chupinazo, puede hacerse una idea aproximada. Durante el partido, los alemanes se fueron desencantando poco a poco, y los italianos mostraban su hambre, su ansia, y su certeza.

Tras el partido, el desencanto se transformó en ira, y el hambre en tensión, y hubo cruces, de los que no dan para salir en prensa, pero sí para que los presentes no olviden. Para mí quedó claro que, mientras este país tenga tan interiorizada su culpa frente al mundo y la historia, mientras tenga tan arraigada la necesidad de distanciarse de su pasado, mientras siga cayendo en el vicio anglosajón de ser políticamente correcto, seguirá viviendo en este estado de bienestar que goza desde su particular “milagro”. Pero si un día lo olvida, si un día el bienestar se rompe del todo, si un día compara entre antes y después y pierde su complejo de diablo, será el mismo pueblo sin social skills, venerador del orden y la firmeza, que un día fue y que quizá nunca deje de ser.

Las cispadanas, alguna gigante y con el rótulo “Forza Italia”, colgaban orgullosas de balcones, escaparates, y techos solares opcionales, y a su vista, sus comilitones se ponían firmes, saludaban con las bocinas, agitaban con sus brazos y espantaban sus gravedades hacia el cielo. Desde algunos balcones, las blasfemias ladraban contra el vencedor, sin más fuerza ni razón que la frustración, sin más remedio que la resignación.

Ayer Alemania amaneció, como si en este país no se hubiera celebrado evento alguno durante el último mes. Como si hubieran vuelto al ensoñamiento, salido del frenesí y retomado la cadencia del día a día de siempre. De hecho, hasta bien entrado el día la mayoría había olvidado que también se juega por el tercer puesto, y el que era preguntado por la noche anterior respondía en términos de no tener pasión alguna por algo tan tribal e insignificante. Si rascabas un poco más, salía entonces la superioridad moral, que no es más que el recurso del que no entiende que ha sido de facto inferior, por mucho de iure en que incurras.

Así, lo de anoche entre lusos y francoadoptados fue insípido, soso y previsible. Y el que volvieran a ganar los azules no supuso más que una repetición del guión. Eso sí, esta vez con todos contentos. Todos azules.

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