Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Bär Lin (y fin)

Y por fin, Berlín. De acuerdo, una semana después de la final. Pero el mismo Berlín. Con la misma fiesta ocupando la Avenida del 17 de Junio. Con la misma Victoria de sonrisa etrusca sobre el parque, observando la misma aglomeración de hombres (y mujeres) en torno a la alegría no espontánea, forzada. Con la misma caricatura de un millón de peterpanes sin nocilla. Porque en este animal de 50 kilómetros de lomo, el tiempo pasa y lo transforma todo, para que al fondo del río nada cambie (perdón por el lugar común).


Berlín fue este fin de semana – como siempre – una ciudad desdividida, capital de una Europa central descabalgada, aún con cierto rapto quizá por la nostalgia en penumbra, o por el brillo plateado de su atmósfera. Fue la misma ciudad sin centro, pero con cinco barrios clamando su condición de “Mitte” (=”Centro” en alemán). Con un cielo que es personalidad propia, un suelo histórico bajo los pies, un bosque de grúas sesgando edificios históricos y una selva de poleas elevando esfinges de la arquitectura ultramoderna. Berlín indefinible, indescriptible, inabarcable en el monolito de los epítetos.

 

Berlín es desde hace ya una década la reconstrucción de lo que quiere ser, a imagen y semejanza de lo que no es. Es un carisma fascinante que no se asume a sí misma, que protesta porque sí y porque no (en 2005 registró un promedio de seis manifestaciones al día). Es una obra continua (mental y física, pues pareciera que algún político de Madrid tuviera primos en la capital de Prusia). Es un pueblo levantando muros, queriendo tirar los del pasado, luchando contra otros que no existen, regocijándose en su protagonismo con desdén y maldiciendo ese glamour que otros le colocan. Es una ciudad que echa de menos el confort de sentirse desgraciada, y una ciudad desgraciada que blasfema sobre su propia prosperidad.

 

En ese ente tan confuso se celebró la final. En una ciudad donde tú importas una mierda y el fútbol menos, donde Superman se estrella contra el suelo y certifica que los superhéroes también tienen algún mal día, se celebró otro día para la historia. Porque millones de personas volvieron a mirar hacia el Spree, volvieron a asomarse por encima del hormigón armado. Queriendo ver cómo el oso, ya sin cadena, pretendía ser un circo ambulante.

 

Pasado el frenesí, pasada esta resaca, quedaron sólo las fotos para la felicitación y para la polémica. Para la demonización del criminal victorioso y la expurgación de los pecados del zidassessine. Para la búsqueda de la contrahistoria, del no admitir lo ocurrido, del asumir la victoria del destino como un mal injusto y pendenciero. Sin saber que Berlín es, si es que es algo, una suerte imprevisible, un engaño a los espejismos, un oasis que existe y no vemos, y cuya agua al humedecer asusta a los poros que la desean.

 

El fútbol no supo que la ciudad del oso y el muro, de la cúpula de luz en el techo del Reichstag y la caja negra en su sótano, del pasillo aéreo y el túnel hacia el búnker, de nacidos en tiempos de guerra y caídos en tiempos de paz, esa ciudad, ese bicho viviente, no tiene leyes escritas, ni una ley empírica que tome asiento en sus calles, ni una costumbre que haga jurisprudencia en sus centros.

 

Ganó la cispadana, Italia si d’esta, rojo blanco verde flotando en el cielo azurri, fiesta hasta el amanecer. Y Berlín refrescado en el aire. Deconstruyéndose el domingo de noche para reempolvarse la nariz al viernes siguiente.

En este impás que es Berlín, en este final que de nuevo empieza, vinilos y poses se confundían ya ayer para la foto, y yo miraba sobre mi resaca hacia el final de un viaje. Como si hubiera llegado al hogar. Como si fuera a abandonarlo para volver a él mil veces.

- Nos veremos de nuevo, Berlín.

- Hasta siempre, muchacho.

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