Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

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Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Invierno en junio

El sábado por la noche polacos y alemanes se encontraron en las calles de una pequeña pero hermosa ciudad de Carintia: Klagenfurt. La sorprendente cuarta sede es la gran desconocida fuera de sus fronteras. Ciudad (o pueblo engrandecido), entre comercial y universitaria, mayoritariamente católica como su muy cercana Eslovenia, con la que comparte región, población y clima, es discreta hasta la extenuación. Su gente se resiste al progreso que otros sitúan tras los nudos ferroviarios o los centros industriales, y disfruta de sus verdaderas fortalezas con frescura y templanza: frescura, por la naturaleza que la rodea y el continuo trasiego turístico que soporta; y templanza, porque a pocos kilómetros se encuentra el Wörthersee, un lago con la propiedad de, pese a encontrarse en mitad de los Alpes, tener las aguas templadas, hasta el punto de albergar campeonatos de nado con relativa regularidad. Del lago por cierto toma nombre el nuevo estadio.

Los alemanes celebraron ya desde sus estaciones centrales y otros puntos de partida una especie de continuación de su espíritu del mundial, una fiesta continua pase lo que pase, un orgullo festivo de ser alemanes y de poder expresarlo a las claras. Para una ciudad de apenas cien mil habitantes, acoger a 30.000 teutones de una sola tacada resultó algo agotador, pero por supuesto pudieron con ello. A unos cuantos no obstante la propia policía alemana, desplazada hasta el lugar, les ahorró la noche de hotel, y no pudieron disfrutar en la mañana del domingo del ambiente tranquilo y hermanado de estas dos aficiones que se sienten parte del otro casi tanto como se rechazan.

Los polacos, que poco a poco han recuperado un espíritu nacionalista no tan bienhumorado frente a los germanos, prepararon con dureza el partido, tanto en prensa como en los entrenamientos. Pero ese ímpetu se diluyó cuando vieron que en su arrojo habían adelantado demasiado la línea defensiva y los toros de la otra orilla del Óder entraban como hienas hasta el fondo de sus predios. Dos golpes de un hijo de emigrantes inmigrantes decidieron el encuentro dominical de esta entrelazada historia, pero sólo con un punto y seguido.

Poco antes se habían zurrado croatas y austriacos en la capital vienesa. Croacia, que se sabía superior, comenzó imponiéndose, y los austriacos, un equipo bastante joven pero sobre todo inexperto en grandes competiciones, parecía algo despistado y disperso. Las cosas cambiaron en cuanto los croatas marcaron y se echaron atrás, como si les diera miedo o vergüenza avasallar a los anfitriones, en su capital y ante su gente, en el primer y siempre tan temido partido y en una tarde tan calurosa. Así dieron la oportunidad a los alpinos de mirarse en el espejo, de cargarse de confianza y de pegar varios embates que casi les otorgan el merecido premio del gol. Por el camino, se dieron patadas, codazos y empellones, y el conflicto no llegó a más porque estos dos contrincantes nunca llegaron a verse como viejos enemigos.

Los austriacos compartieron por tanto aflicción con los suizos, que aún vieron caer a Federer estrepitosa e inesperadamente, y sólo consiguieron lamer sus heridas con el doble podio de BMW-Sauber. Sauber es un constructor suizo. Kubica, un piloto polaco. Los austriacos ya están deseando que llegue el invierno.

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