Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Zúrich

Cuando Platini pasó por mi lado le vi tenso, molesto. Aparte de lo engorroso que debe ser para una celebridad que todo el mundo te mire, cuando menos de reojo, y aparte del stress que debe suponer ser el presidente de la UEFA y no descansar en estas fechas ni para ir al baño, no las tenía todas consigo. Platini, el máximo goleador en un torneo de Eurocopa hasta la fecha -en aquel año en que llegamos por última vez a la final-, es consciente como muchos del cambio de generación en la selección bleu, que no acaba de producirse pero tampoco presenta una alternativa solvente. Les falta, dicen algunos, un diez. Les faltan, dicen otros, dos o tres jugadores que acompañen al talentoso (que no efectivo) Ribery y al brillante (que no consagrado) Benzema.

Sonó la Marseillaise y los galos la acompañaron a pleno pulmón, "Marchons, marchons!", pero en ello debieron desfondarse, porque el resto del partido parecieron espectadores de la Opernhaus zuriquesa. Sonó el himno rumano y los transilvanos la tararearon, pero debió ser sólo para calentar, porque luego convirtieron el pequeño Letzigrund en una caldera. Francia comenzó atacando sobre la portería poblada por aficionados amarillos, y se encontró con un rival flojo en vanguardia, duro en su segunda línea e infranqueable atrás. Pero sobre todo se encontró con que la última línea estaba formada por un bloque de hinchas que, exceptuando los primeros minutos (de incertidumbre) y los últimos (de verdadero acojone), no dejó de cantar, presionar y animar.

Bajo esas circunstancias, con el creciente bochorno sobre la capital germano-suiza, los once vástagos de San Luis quedaron adormilados, arrullados por los once biznietos de Dacia. Y el resto de los espectadores, dentro y fuera de la ciudad sede, quedaron igualmente amodorrados. Ningún gol en la tarde y a casa con cierta decepción en los labios. Los azules, porque esperaban arrollar y se quedaron con muchas dudas y un calendario complicado; los amarillos, porque en su ensoñación tras la grandísima clasificación para esta fase final esperaban continuar con su racha.

La tarde se deshizo poco después mientras naranjas y los azules campeones se preparaban para el primer asalto. A ninguno le había caído mal el resultado de la tarde, pero Italia pareció contagiarse de la modorra azulona. Y de lo que ocurrió en el partido no queda ya mucho que decir. En Berna, sin embargo, la marea naranja fue tan fuerte que hubo que abrir las puertas de la zona de fans a varios cientos de seguidores sin pase para dicha zona (cuestan entre diez y veinte euros), y la plaza del Parlamento suizo sufrió el mayor lleno que se recuerda en los últimos cincuenta años. En el estadio, también abarrotado, los oranjes celebraban como quien ha recibido un número premiado del Gordo. Y en el resto de este país, donde los italianos son casi una institución en número, cultura y soluciones gastronómicas, se gritó también alegremente tres veces, tres, antes de que pitara el árbitro. Quizá porque como todo campeón, Italia genera muchos contrarios. Quizá porque, en buena lid, les hacía falta una cura de humildad. Quizá -ya siendo malo- porque aquí, en el fondo, se sienten invadidos por los transalpinos. Y Suiza es muy orgullosa de su propio país y de sus usos y costumbres.

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