Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Ausente

El fin de semana estuve en Hamburgo y disfruté por numerosos motivos. La capital anseática presume de tener el puerto más grande de Europa, y probablemente tenga razones para ello. Subido a la torre de San Michelis, a unos 300 pies del suelo, no alcanzaba a ver el final de la zona de carga, a pesar de poder contemplar el resto de la ciudad entera sin problemas.

Hasta las alturas sí llegaban las voces de la masa que veía un partido al aire libre. Hamburgo, como todas las sedes mundialistas, tiene dos puntos de atención: el estadio donde cada cuatro días se libra una batalla, y una zona, a libre elección por cada ayuntamiento, donde se coloca una pantalla tamaño Zooropa, una grada para varios miles, puestos de salchicha al curry e incluso un lanzapersonas al viento.

La zona elegida por el concejo portuario roza el barrio de Sankt Pauli, junto al estadio de los Piratas, donde la especulación aún no ha dado zarpazos y permite a los de segunda clase su existencia. Las hordas sentadas miraban el gran panel, Bismarck desde su piedra miraba a las hordas, yo desde San Miguel miraba al verdadero Káiser, y mi novia, con los ojos cerrados, me miraba sin comprender nada. Pero ella también les oía. En el gris azulado de la noche nórdica cercana al solsticio vernal, los lusos desataron su primavera, y sus voces reconstruyeron San Nicolás, patio inerte desde hace quince lustros.

El domingo, el Alster despertó tranquilo y brillante en sus cuatro esquinas. En su cara occidental, frente a uno de sus lujosos hoteles, se agolpaban banderas verdes, con el sable monoteísta en horizontal blanco y la limusina negra en la puerta. Curiosa afición, pensé, brilla más de noche que de día, chilla más hacia el cielo que hacia el césped, tiene más dinero que amor por el fútbol.

Rodeado su hotel, sin visos de encontrarme a sus rivales, decidí seguir mi camino. Del Elba al Mar del Norte hay una hora de autopista, y allí, en la costa, descansa Lübeck. Su puerta medieval de septentrión, por la que entré matriculado, será el emblema que a partir de 2007 sustituya a la hoja del castaño en el reverso de las monedas centesimales alemanas. Y allí, junto a numerosos jubilados, tan amables y orgullosos de su patrimonio universal según la UNESCO, almorcé en una sombreada terracita, con covers de los sesenta en el oído. Cuando mi novia pensó que tocaba regresar, y me giré para coger la mochila, vi aparecer, entre los arcos del Concejo, una roja. Nuestra roja.

Y recordé que había estado ausente.

Y así, el fútbol de los domingos en la radio del coche pareció el de un día cualquiera, el de una tarde que no era mía, sino del recuerdo. Gol en el Manzanares. Cuánto tiempo ausente.

Alemania e Inglaterra

Mi ausencia de jueves se debió a que en Alemania los estados católicos celebran Pentecostés, el Corpus y la Ascensión, y ayer tocaba una de las tres que no conozco: el catecismo me queda demasiado oculto en la memoria y Felipe ya se encargó en su momento de hacernos a todos menos católicos para ser más productivos. Bueno, no es culpa suya, en los ochenta aún no se sabía que la productividad aumenta cuanto más trabajas por hora, no cuantas más horas trabajas.

 

Así que ayer no tenía un ordenador a mano y Alemania estaba cerrada por descanso. Más aún después de la celebración de la noche anterior. El miércoles, el acostarse en alemán iba camino de ser un acto tétrico y melancólico: volvía la tormenta a Renania – Westfalia (donde Dortmund albergó el encuentro entre alemanes y polacos) y los ultras de uno y otro equipo se habían enzarzado a media tarde en la primera escaramuza de este Mundial de colorido y confraternización; el equipo nacional empataba pese a haber achuchado al rival y surgían las dudas sobre las propias posibilidades - e incluso la clasificación.

 

Pero Neuville les sacó en el último momento de la angustia y el orgullo patrio estalló en todas direcciones. Es impresionante la trascendencia que tuvo un partido tan intrascendente. Los alemanes se encuentran ahora mismo en recomposición del orgullo de ser alemán. Aparte del cambio generacional, su necesidad de volver a reconocerse como una gran nación a nivel interior se encuentra en un punto de inflexión. Ser como Alemania ha sido tiene estos peligros: cuando has sido pero dejas de ser "grande", crees que eres una mierda; cuando tienes dudas, te aferras a los signos externos y superfluos, como ganar o no un partido a un rival inferior; y cuando los signos te deslumbran, pasas la noche en vela, bocina y volante en mano, grito y botella en garganta.

 

Cuando el Mundial esté más avanzado será el momento de analizar a los alemanes más en profundidad, porque del resultado que saquen en esta competición dependerá mucho su ánimo a posteriori. Sobre todo si se cruzan con los ingleses, que ayer las pasaron chungas en Nürnberg contra los de Leo. Estos caribeños, por cierto, no juegan mal como equipo, aunque por separado sean peor que una ristra de cantautores de la OTI. Los ingleses, valen más por lo que creen en sí mismos y el empuje de su afición que por lo que demuestran en el campo.

 

No obstante, Beckenbauer no se los quiere encontrar en octavos ni por asomo, no vaya a ser que haya vendettas futbolísticas. Y la policía alemana tampoco quiere oír hablar del peluquín, que de momento están resolviendo la papeleta.

 

Para el anecdotario: Nürnberg, sede del Inglaterra-Trinidad de ayer, fue el epicentro de las juventudes hitlerianas (hoy, su sede central es un Youth Hostel), y quedó por ello arrasada por los bombardeos aliados en 1945. Por ello además se celebraron allí los célebres juicios a la cúpula nazi, en una de las pocas casas que por entonces quedó con techo. Ayer, sin embargo, no era más que otra típica villa francona, en el límite tribal con la rural Baviera, con sus canales, su centro histórico a recorrer a pie y los puestos de panqueques de jengibre regentados por auténticas damas locales. La fortaleza bien merece una visita.
El debut

Por fin, España. La tela de Colón sobre la calle de restaurantes. Su sombra, sobre el casco viejo. Madrugada y quietud.

 

El quinceañero, ya nervioso. Chándal, bandera, azul y amarillo. La cámara de su novia. Su novia. Y un tren de cercanías.

 

Mi roja y gualda en la mochila. El trabajo, trabajo. La mañana, en baño de paro. El cielo, dormido y contagioso. Las endorfinas, señoras de mi cuerpo. Como siempre alcanzado el debut. La adrenalina, reactivo de placer. La euforia, su isómera. El deseo del escalofrío. La espera.

 

La ciudad del Este, al sol y en la calima. La luz de combate, demasiado cenital. La lucha aérea, demasiado aventurada. La tensión, por las nubes. Las sombras, a plomo. Pies de plomo, o caída. Densidad y ahogo.

 

El siete del cuello roto. Quizá pasión por el cielo. Hoy, por la estampa del techo. El nueve de la perfección cósmica. Futura, presente, maestra. El doce de charanga. A la hora de la siesta, perdón, la fiesta. Quién sabe.

 

Yo con más años. La sensación de antaño. A por ellos.

Here, there, and everywhere

Hace menos de dos semanas, lo juro, se veían por doquier junto a las puertas de las “bräuerei” hornillos exteriores con los que combatir el fresco, con cerveza en mano y de pie, junto a la madera de mesas altas y largas, como es ley. Ayer domingo, la madera seguía ahí, pero los hornillos habían sido sustituidos por pantallas planas, y las riberas de ríos, canales y calles principales parecían paseos marítimos veraniegos de nuestras costas patrias.

 

Así amanecieron los suecos, fritos por el sol y por el partido del día anterior. Y así florecieron las camisetas de la sorpresa, más de polo que de fútbol, con su raya blanca cruzada sobre un pantone rojo atlético. La explicación es sencilla: en los estadios, las entradas no vendidas a hinchas de las respectivas selecciones han caído mayoritariamente en manos de alemanes. Y éstos, sobre todo los que el sábado estuvieron en Dortmund, apoyaron y apoyan mayoritariamente a Trinidad y Tobago: es la simpatía con el pequeño y con la sorpresa, cuya victoria emociona más cuanto más contraria al grande y a lo previsible.

 

Tras el almuerzo paseé con mi novia en la hermosa tarde: ayer no había camisetas serbias ni holandesas, pues en Alemania llevar la Oranje es como salir por el castizo barrio de Moncloa con una Señera. Además, Leipzig es la ciudad más apartada del resto de sedes, una ciudad del Este muy al este, más eslava que aria, más postcomunista que rica, más universitaria que otra cosa.

 

No obstante, allí como aquí, el domingo tenía un brillo profundamente verde. Verde frijolito, intenso, mesosaturado, entre Cáncer y Capricornio. Lo supimos cuando nos sentamos en una terraza del puerto fluvial. Los gritos surgieron entonces desde el subsuelo hacia el cielo y de regreso al cemento. Como recordando la misa del viernes desde el minarete más cuate del Yucatán al globo entero. Por tres veces negaron a Irán su sorpresa. Y a mí me evocaron aquel mediodía en que, perdido junto a la muralla de Adriano, buscando a San Salvador de Chora, Estambul me ofreció esas mismas voces, de tierra a cielo, de hombre a Dios. Cerré los ojos a un sorbito de mi cocktail tropical, dejé al sol posmeridiano enamorar la melanina de mi piel y me dejé regresar, envuelto en las voces, a los aires de Constantinopla.

 

Al anochecer, el verde se tornó verde Aveiro, pero los lusos sólo pudieron cantar un gol. Y los alemanes ya presentados acabaron entonando el "Viva Colonia", himno de los Carnavales de la ciudad de peregrinos y peras (o manzanas). Yo, que ayer volvía a ver resucitar mi pareja, me quedo mejor con este otro himno para el recuerdo, cortesía de una orquesta de viento sobre un escenario en el Königsallee: "To lead a better life I need my love to be here / (...) / Here, making each day of the year / (...) / Watching her eyes and hoping I'm always there / To be there and everywhere / Here, there and everywhere" (Mcartney / Lennon)

It's coming home
Ayer sábado salí pronto a la calle y me encontré de nuevo con gentes muy variopintas y pintas con pintas para desayunar.

Así resulta difícil abstraerse de los vientos de fútbol que soplan a través de esta tierra de teutones. Lo siento por los locales a quienes no les guste el fútbol, ni la fiesta, ni la inauguración de nada. Sobre todo en esta ocasión, en que fútbol de momento se ha visto poco (quizá cambie con el Holanda-Serbia), y la inauguración fue una fiesta muy alemana, es decir, bisoña, forzada y sin cintura. Un quiero y no puedo, un si no sabes torear.

Por suerte, los vientos de fútbol dejan semillas de otra fiesta, la espontánea, la popular, por todas partes, incluso en ciudades que no son sede en sí. Los ecuatorianos festejaban con razón su victoria sobre los polacos, que en el oeste alemán no son tantos y se dejan ver menos, por introvertidos y por buenos perdedores. A su lado, ingleses y suecos almorzaban los nervios previos a su primera actuación.

Los ingleses se saben en territorio ligeramente hostil, o simplemente no se sienten cómodos, por la evolución histórica de ambos países y la rivalidad futbolística, desde 1966, con raptos de balón, profanaciones de templo y guerrillas de tabloide de por medio. Procuran mostrarse poco, no mirar a los ojos y, una vez dentro del estadio, desplegar su poderío, que es mucho. No había más que oírles cantar "Football's coming home" en la vaguada del Meno.

Los suecos, sin embargo, disfrutaban del Lorenzo renano confiados en una victoria tranquila, pausada, fría y hacia dentro, como son ellos, contra los trinitrotoluenos que luego resultaron ser los jugadores de Trinidad y Tobago. La decepción no cortó el hermanamiento, pues al fin y al cabo, los que han venido de T&T no son negritos caribeños como cabría esperar, sino arios y albinos cercanos a los dos metros o yankees reciclados de similar status económico.

Pero no quiero ser severo con lo que en realidad es una fiesta tan multicolor. Mañana más y más bonito.

Estampas mundialistas - Die Welt zu Gast bei Freunden
Esta semana ha regresado a las orillas del Rhin el sol, y con ello han reaparecido las terrazas, los bikinis, y el bullicio en la vieja ciudad. Ayer por la tarde, cuando el sol se paseaba por la orilla de Oberkassel, me dejé llevar por esa parte vieja y además encontré, recién llegados, numerosos hinchas enfundados ya en sus galas de fiesta.

Primaban los suecos, los más visibles por altura, color de pelo y piel, y el amarillo de la Sverige, que brillaba hasta en las sombras de los vetustos callejones. Los ecuatorianos, que estrenan hoy campeonato, también se dejaban ver, envueltos en anchos plásticos, en un amarillo más alegre pero más modesto, más mate sobre el fondo de sus curtidas pieles y sus rizos de antracita. Los ingleses, los menos uniformados, reposaban el trigo y la cebada matutinos tras sus inmutables gafas de sol y sus entrecortadas sentencias.

Y en cualquier lugar, tienda o bar, camioneta o árbol, colgaban ya o se disponían a ser colgadas, la tricolor, la naranja, la del quetzal, la del orden y el progreso tan anhelados, la de la espada, la de la quimera, la de la unión, la del santo y la del pecador, la de la libertad, la de la independencia, pero sobre todo una que más me movió el corazón: la roja, la de mi furia, mi euforia y mi alegría, la que añoro lejos y no soporto cerca.

Entre el Rhin y el Oder, durante estos días, el Mundo es un invitado entre amigos (Zu Gast bei Freunden). Comienza por tanto la fiesta. Seguiremos informando

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