En el mensaje de Helena sobre su padre, como en tantos otros que cualquiera de nosotros ha podido escribir, se hace patente que el Atleti es un nombre de la infancia, es decir, de lo que está fuera del tiempo. La infancia es lo perdido pero no en el sentido de que ya pasó sino de que nunca fue. Nuestro deseo la crea a su medida. No es que la invente sino que, tomando una referencia real, como el alquimista una rosa real, del polvo que el estrago del tiempo dejó entre sus dedos es capaz de obtener una rosa infinita. El Atleti -la infancia- es una forma de mitología.
De ahí la obstinada resistencia de unos y otros a permitir la entrada a la realidad en ese espacio sagrado. La realidad es siempre acuciante, febril, inmediata. No cabe en ella el mito. Cabe, eso sí, la verdad. Por ejemplo, ese primer párrafo del fundamento de Derecho SEXTO de la última sentencia en que se establece que "el fraude de ley es patente" y ese párrafo cuarto en que se concluye que ello "en definitiva comporta que deba negarse a los partícipes del fraude la condición de socios en cuanto derivada de los actos con los que se integró aquel [...] pues otra cosa supondría validar la perpetuación del fraude".
La ineludible -y poética- verdad. No es difícil adivinar en todos y cada uno de los demandantes un proceso de despojamiento absoluto. Una especie de ascesis o aniquilación que hubiera culminado en la renuncia total: al Atleti, a la infancia, al mito. Si, cuando esto acabe, fueran capaces de abandonar el escenario con el mismo silencio con que ingresaron en él, habrían dado a luz, ciertamente, algo muy parecido a la belleza.