El puma no levanta ni la zarpa. Las espanta con el rabo y,
con cuatro zig-zags, las pone derechitas y en fila india de nuevo hacia el
estiércol de donde salieron. Aguanta sin mover siquiera una ceja que se le
metan por los bajos, y piquen o succionen a su gusto. Las mira con indiferencia
cuando revolotean a su alrededor, zumbando con estrépito sus alas, queriendo
hacerse notar más por el ruido que por el músculo. Ni las desprecia, ni las
aprecia; son seres neutros que forman parte del mundo como los árboles o las
amapolas. Solo que más bullangueras. A veces, hasta juega con ellas. Se pone
bizco a su paso, o saca la lengua en lametón, sin signo de burla, porque el
puma es noble y no es capaz de descojonarse de cualquier criatura de la
Creación. Por muy pequeña que sea.
Ni siquiera necesita espejos para saberse grande. Ni los
tiene, ni los busca. Hasta tumbao es imponente. Le basta con echar un vistazo
alrededor, entre los seres animados que pueblan los baldíos, y darse cuenta que,
como le enseñaron sus ancestros, él es el cazador. Ni siquiera teme la
presencia del oso o el jaguar. Si entran en el círculo donde ha meado, se va a
por ellos con las garras y los colmillos por bayoneta. Hubieron las veces que le
tumbaron. Para volver en un santiamén a levantarse, y buscar de nuevo la pelea.
Hubieron otras, que los dejó secos sobre la hierba. Y volvió a echar orín sobre
sus pieles inertes. El puma, como felino que se precia, se las tiene tiesas con
los que siempre quisieron comer carne.
Y, hasta enfermo de los huesos. Mellado en la piñata. Cojo
de una pata. Y tuerto desde aquella batalla en Calamity Hill, hará ya los 20
años, no caza moscas. Porque lo último que le pudiera pasar, es hacerse insectívoro.
O vegetariano. Y comenzar a soltar zarpazos al aire para espantar a esos
bichejos que nunca merecieron más que esa mirada que usan las vacas cuando ven pasar el tren.
Que no se escape el tren.
Que las moscas no nos parezcan ogros.
S I E M P R E A T L E T I.-