Y el lugarteniente se desgañitaba, atizando hostias en
superlativo a toda la morisma que se le iba acercando. A los que tenía por
vanguardia, pues la nube de enemigos era tal, que se perdía entre la bruma
del horizonte. ¿Cuántos mandoblazos le quedaban por dar?. ¿Qué tiempo
aguantarían sus brazos las libras de la espada?. ¿Y sus piernas su propio
peso...?. El capitán gabacho, vestido de sudor y cota de malla, hacía más
sangre que preguntas. Pero, la fatiga obliga. Hace un rato que repartía con la
cabeza gacha, para no mirar hacia delante, como los toros que embisten fijos
los ojos en la arena. A cada instante, las fuerzas abandonaban a uno de los
suyos, que caía con estrépito al suelo. Fulminado por una nube de armas extranjeras,
que habían al fin logrado encontrar hueco en el zigzaguear de su espada. O
rompían los últimos jirones de su escudo. Mirar arriba, era una desgracia para
la moral. Los pendones iban cayendose del cielo cual árboles de colores
talados. Cada uno que dejaba de apuntar a las nubes, se llevaba a los diez o
doce mortales que le hacían custodia y honra.
-
¡¡Rolando, camarada, sopla el cuerno...!!
Y Rolando, aquél príncipe galo, miraba de soslayo al
capitán. Un fugaz instante. Para elevarse sobre los estribos, y proseguir
desgarrando carne que vino del otro lado del Estrecho. Mientras su real cuerno,
tachonado en plata prescrita, acompasaba sobre la cintura los giros de su
torso. Nunca llamaría a su padre. Jamás habría de soportar la vergüenza de
pedir auxilio. Celestial o terrenal. Demostraría al mundo, de confín a confín,
quién era el el hijo por antonomasia. Ese cuerno no habría de ser tocado. Allí
quedaría, colgado a la vera de la funda de sus espada. Silencioso. Apartado,
como los tiempos de juventud en que jugaba a curar ciervas cogidas en cepos.
Caballos heridos. Perros rabiosos... Ahora, era casi un rey. Cogido por una
turba de moros en una brecha del Pirineo. Tenía la gloria en una misma jugada
para saciar su ego y sus complejos de una sola tacada. “¡Verá padre!”, repetía
una y otra vez en su cerebro encarcelado por el yelmo. De Mambrino. ¿Qué
importaban los pendones a sangre y nieve que cayeran?. Ni los cofres de monedas
acuñados por el pueblo. Ni tan siquiera aquellos jueces que pretendieron por un
moemnto llevarle a una vida que no le correspondía. Él era Rolando. Hijo de
Carlomagno. Y tenía que demostrar a su padre ausente, de qué pasta quería estar
hecho.
En el fragor de la debacle, que los historiadores llamaron
batalla, se le acerca un tipo con aspecto de mindundi. Despeinado. Con un
extraño XIV grabado sobre su peto de guerra. Ganados los cuartos delanteros de
su caballo, le extiende la mano. Cuando pretende estrecharla, el zarrapastroso
se la quita. Vuelve a acercarla, mostrandole un extraño objeto. El príncipe que
intentaba sanar animales, recoge el presente. Unas gafas “ahí-ban”. Negro
azabache. El noble prescrito, se sonríe. Las ajusta sobre sus ojos.
-
¡¡¡Caiga quién caiga!!!- y espoleando su montura, que nunca
fue imperiosa, se lanza en pos del enemigo. Ajustándose las cinchas de su
escudo de prensa, y apuntando al personal con una lanza fabricada en madera de
billete de monopoly. Hecho un turulo.
Su último y fiel capitán, suelta la espada. Hinca ambas rodillas sobre
el suelo encharcado. Levanta el cuello. El filo del alfanje que le sobrevenga,
no ha de tropezar con la collera metálica. Sería más doloroso. Más doloroso aún
que comprobar que su señor luchaba por su pellejo. Y no por el de su nación.
Mitos y Leyendas.
S I E M P R E A T L E T I.-