No es que fuera el alma -porque el alma, si nos permitiésemos tanta metafísica, eran, en realidad, todos- sino que era más bien el padre. Sí, un padre exigente, de una minuciosidad que, por debajo de su comportamiento a veces evidentemente admonitorio, a veces incluso airado, se advertía en las consignas que en algunos casos llegábamos a oír mas, sobre todo, en esa patente geometría que dibujaban los movimientos del equipo, donde cada jugador era una pieza clave y sus acciones parecían formar parte de un programa establecido para que dieran lo mejor de sí en beneficio del grupo, ejército u orquesta según el momento. Yo cogía el 27 en la esquina del Botánico llevando en la mano un libro cualquiera. A esa hora de la tarde de un sábado, el autobús iba medio vacío. Todo era plácido. A lo largo del Paseo del Prado, Recoletos y la Castellana veías las hojas de los árboles penduleando lentamente hacia el suelo. Leías un párrafo. Levantabas la mirada al cielo. Casi sin darte cuenta ahí estaban los ladrillos pálidos del Museo de Ciencias Naturales. Entonces bajabas del autobús y tomabas Vitruvio, donde ya se veía alguna bandera a lo lejos, alguna bufanda con el rojo y el blanco. A medida que te acercabas al Magariños, según en qué partido, la tensión podía notarse en el ambiente pero una vez dentro del recinto, fuera el partido que fuera, lo que prevalecía era una sensación muy honda de pasión y exactitud al tiempo (anámnesis y prólepsis, recuerdo y proyecto de un desempeño potente, delicadamente encauzado, destinado a la hazaña). Estabas tan cerca de los jugadores que podías apreciar la obsesión en sus ojos, oír el susurro pegajoso que provenía del lanzar las manos un balón o acogerlo en su palma. Les veías ensayar pases, recepciones, intercambios de posición, rápidas rotaciones que acababan con la elevación de uno de ellos para simular un lanzamiento a puerta que no llegaba a producirse. Mientras, el portero se sometía por medio de su entrenador a las más duras percusiones en brazos y piernas, acrecentaba su elasticidad, casi rozaba el larguero con la punta del pie. Y en la banda, atento a cada detalle, estaba él. Con el pelo moreno, tirante, peinado hacia atrás, el bigote moreno, el pantalón negro, la camisa de un blanco que destacaba a distancia. El constructor, el autor, el director, el padre de todo. Luego, cuando le oías comentar partidos en la televisión, tenías la certeza de que en su trabajo latía un hálito científico, que todo lo científico que puede trasladarse a la práctica de un deporte de competición, él lo había trasladado al balonmano. Ama al Atleti. Tanto como yo lamento no haber escrito esto siquiera hace unos días.