En esta ciudad sin nombre encontramos a un niño ciego, ciego de mente, demente de niño, que miente de niño y hereda algún vicio. En una hacienda a las afueras aprende el negocio, que no el oficio, afina su ojo ciego y el otro malherido. En esta ciudad sin nombre ocupa en sigilo un sitio, no el suyo por derecho pero sí por su precipicio. El niño es ciego pero en el negocio vivo, y crece en su despacho como crece su capricho. Su gesto es incólume como retorcido su físico. Despista a los contrarios y atrae a los sibilinos, amenaza a los opuestos y convence a los patricios. Mientras su retina se retuerce su niña encandila al plebiscito. Y como quiera un artista para su cancela, en vez de un sereno con oficio, pide a su padre y suplica durante un trienio un cantante divino. Y éste se lo trae, será por dinero, y el niño ciego disfruta con el voceras cetrino, atiplado en el cante y el llanto pero cancerbero impedido. Las noches de desatino se suceden y en casa les roban las uvas y el vino. Pero el niño tiene su capricho y su voluntad ha vencido.
No habiendo aprendido de ésa, reincide con otras figuras, pero me remito a la última, por ser de libro. En esta ciudad sin nombre hay Ferraris, Volkswagens y otros sencillos, pero él se ha encaprichado de un Polo, para más señas un Coupet amarillo. Tiene demasiados años, nunca ha dado un gran servicio, pero es de los grandes misterios que nos depara el destino: aún sigue matriculado, y es una ganga en activo. Lo muestran en la feria de junio y no hace más que pegar berridos. Pero de nuevo se encapricha el ciego que ya no tiene padre que se gaste el parné en sus vicios, y se encarga de encargar a un tuerto una ración de coche bonito. Ya nadie sospecha del nuevo, tantos han sido los monstruos acaecidos, y éste arrenda el desvencejo, que resulta ser un Cabrio raído. Y así quiere el ciego que conduzca el personal las noches de hastío, con un Polo Coupet que es cabrio viejo, y que te deja las noches al frío.
A ver cuánto dura la duda, que cuanto más dura más dura.