Para mí Hamburgo tuvo mucho más de drama.
No sé si sería el frío, estar en el extranjero, la tensión por la niebla de ceniza y las cancelaciones de vuelos... o lo más probable, volver a ganar un trofeo europeo casi medio siglo después, tras perder las dos últimas oportunidades. Además, el propio sistema de reparto de entradas hizo que los que fuimos peináramos canas ya la mayoría. El ambiente era de necesidad, de desesperación: eso se notó en la grada, sobre todo cuando las cosas iban mal. No podíamos creernos que se nos fuera a escapar otra vez, y nos negamos a asumirlo. Por eso, ver una grada de gente de treinta años para arriba no parar de gritar fue una experiencia muy fuerte. Fue un punto de giro de nuestra historia, y no lo cambio por nada.
Barcelona fue posible por Hamburgo.
Nos habíamos quitado un enorme peso de encima. Ya estábamos otra vez encarrilados, volvíamos a ser el Atleti. Y tuvo algo más de lúdico todo el día. También porque Barcelona con calor no es lo mismo que Hamburgo lloviendo, pero no había esa angustia (o al menos, yo no la sentí). Y como la cosa se torció, lo que tocaba demostrar era que igual que supimos ganar, sabemos perder. Y que no nos gusta sufrir, pero que sabemos sufrir.
Hamburgo y Barcelona demuestra que esta afición sabe estar a las duras y a las maduras.
Y la frase de que en Hamburgo lloraron los mayores y en Barcelona lloraron los niños define perfectamente qué es este equipo y cómo siente. Gran frase.
Ya casi ni me queda coraje, ni me queda corazón.