Por Rubén Uria
Ahora que las hostias --con perdón-. caen a manta, ahora que Simeone
es BlackHawk derribado y una eliminatoria pobre sirve como coartada para
tapar tres años milagrosos, ahora que cualquier azotador sin escrúpulos
ningunea al Atlético, apetece poner la cara para que otros tengan a
bien partirla. Cayó el Atlético y con estrépito. Cayó, sí, porque antes
había subido a la cima. Más arriba de donde cabía suponer, hasta donde
nadie pensaba, hasta donde otros aseguraban que jamás podría llegar.
Pero subió. Lo hizo desde el trabajo, con un mérito incalculable,
enfrentándose a multinacionales que tienen más historia, talento,
dinero, propaganda y recursos. Lo que quedaba del Atlético llevaba años
desangrado en la mediocridad hasta que apareció el señor al que hoy todo
bicho viviente despelleja porque no tomó buenas decisiones desde el
banquillo. Nadie es menos atlético por reconocer, abiertamente y sin
excusas de mal pagador, que el rival fue mejor, que fue superior y que
mereció, rotundamente, estar entre los cuatro mejores de Europa. Y nadie
es menos cholista por atender a que esa filosofía de vida, como toda
religión, tiene matices, tiene defectos y hasta malos días.
Simeone, el señor que heredó un muerto y devolvió un campeón, aunque
en ocasiones lo parezca, no es perfecto. Y hoy que muchos parecen
haberlo descubierto porque hizo un mal planteamiento o porque sus
hombres no respondieron al plan establecido, urge señalar que no hay
puesto de pipas, del oeste del Bernabeú al este del río Manzanares, que
no sepa que la ristra de palos al Cholo obedece no sólo a un resultado,
sino menesteres más mundanos: a la cantidad de enemigos que se ha
generado, a la rivalidad que ha propiciado con sus éxitos e incluso a la
frustración que ha provocado entre sus hinchas, a los que durante tres
años ha mal acostumbrado a vivir en un milagro permanente.
Desde el principio de los tiempos, el Atlético es una misión, un
contrapoder en forma de Guadiana. Simeone logró que lo que es anomalía
en Matrix amenazase al sistema, rescató del contenedor de la basura a un
equipo roto y le puso a competir con los mejores. Él convenció a unos
tipos que no parecían campeones de que lo eran. Él potenció virtudes y
escondió defectos. Él puso en fila de a uno a los atléticos y se ganó el
respeto de los que no lo son. Porque, amigos, noticia: aunque no lo
parezca, todavía hay gente a la que le gusta el fútbol y no sólo le
gusta su equipo.
Ahora que las hostias --otra vez perdón-- caen con fuerza, sin perder
la autocrítica y hasta exigiéndola, conviene recordar lo felices que
eran los atléticos cuando su equipo se arrastraba por los campos de
Dios, cuando coqueteaba con el descenso, cuando bajó a Segunda y lo
vendieron como un añito en el Infierno, cuando no podía con un Segunda B
en la Copa y cuando se limitaba a aspirar a todo en verano y a estar de
vacaciones en diciembre. Hoy que la religión del cholismo ya no está de
moda, conviene ponderar que este tipo, con lo que tiene, arriba en el
palco y abajo, en el césped, le devolvió al club el orgullo y la
dignidad perdidos.
Hoy, que las hostias caen a manta --tercer y penúltimo perdón--, uno
evoca aquellos tiempos en los que los atléticos agachaban la cabeza en
la oficina, cuando la palabra Europa sonaba a chino mandarín y cuando el
verbo del Calderón era fracasar. Hoy, que el Atlético cayó sin grandeza
ante un equipo superior --nadie es menos atlético por reconocerlo--,
uno se siente legitimado para aplaudir al tipo que no es perfecto ni lo
pretende, al que comete errores y los seguirá cometiendo, porque el
argentino podría pasarse cien años sentado sobre su bolsa escrotal y el
próximo siglo sobre su dignidad.
Ahora que las hostias caen a manta --último perdón--, es indiferente
el número de latigazos que soporte su espalda, ni trasciende el número
de puñaladas traperas que reciba, ni el hedor a cloaca de los que veían
en aprietos su negocio mediático. Ahora que en la fiesta de Blas todo el
mundo lleva una copa de más, hoy que el rencor más profundo y la bilis
más insana campan a sus anchas, uno comprende que la estatura moral de
un hombre se mide por el número de enemigos que tiene. En el caso de
Simeone, el argentino es un gigante. Hoy que la Santa Inquisición saca
la botella de cava, conviene presumir de memoria en un deporte que no la
tiene, para subrayar que, así pierda jugando mal los próximos veinte
partidos, nada ni nadie podrá borrar todo lo que Simeone ha hecho por el
Atlético. Hoy que las balas silban, quien esto escribe sólo puede
decirle a Simeone lo mismo que Eddie Futch le dijo a Joe Frazier en
Manila: "Siéntate hijo, nadie olvidará lo que has hecho aquí".
http://ctxt.es/es/20150423/deportes/909/Cuando-las-hostias-caen.htm