La Reserva
Escrito por: inako el 19 Oct 2010 - URL Permanente
EL ATLETI
La clave es el bigote. Hace poco, utilizando como excusa un evento
erótico-festivo, me afeité la barba y me dejé lo que creía un mostacho
de hombre, muy hombre. Si no Tom Selleck, al menos Arteche. Los
documentos gráficos posteriores demuestran que, en el mejor de los
casos, parecía un fan de los Village People. Todas las fotos han sido
concienzudamente destruidas, faltaría más, y juré no repetir
experiencia. Esta semana, sin embargo, pensé seriamente hacerlo de
nuevo. El sentido común (y mi chica) me disuadieron, pero no del todo:
el bigote, como la cresta, va por dentro.
Sé que me pongo a escribir de Arteche cuando ya lo ha hecho todo el
mundo y quizás el tema sature. Cualquiera que me conozca os dirá que
hablar a destiempo es una de mis especialidades, sólo superada por
hablar a destiempo diciendo lo que no debo. No va a ser el caso, porque
no tengo nada malo que decir del central del bigote que fue el alma del
Atleti, de nuestro Atleti no del Atleti de otros, durante tantos años.
Antes de la final de Hamburgo organizamos una comida con muchos de
los finalistas de la Recopa del 86. La mesa era larga y observé como
Arteche remoloneaba antes de sentarse, observando cómo se iban colocando
sus ex compañeros para situarse en el extremo opuesto de aquellos que
también le añadieron el prefijo ex a la palabra amigos. No era Juan
Carlos hombre político. Vivía como jugaba: directo, sin concesiones, tan
contundente como noble. No podía perdonar que aquel extraordinario
vestuario de mediados de los 80, formado casi al completo por canteranos
o gente como él, más atlético que cualquiera pese a haberse criado en
el Racing, se hubiera dividido con la llegada de Jesús Gil. Mientras él y
otros pesos pesados (Quique Ramos, Landáburu y Setién) acabaron
luchando contra el bulldozer en Magistratura, arriesgándose a padecer un
final indigno a su enorme carrera en rojiblanco, unos cuantos no se
limitaron a mantenerse al margen sino que se cobijaron bajo la sombra
del árbol poderoso. Más de 20 años después del desagradable episodio,
Arteche no olvidaba. Y era lo justo.
Me senté a su lado y me lo pasé en grande. Siempre fue un conversador
notable, simpático, entrañable, agudo cuando era necesario y atlético
hasta en los silencios. Le vi bien, pensé que estaba superando la
enfermedad, que un señor con ese bigote era indestructible. Durante la
primera parte de la comida obvió a la otra mitad de la mesa. De vez en
cuando refunfuñaba, sin dar nombres, sobre alguno de los traidores. Pero
la conversación fue pasando del presente (el Fulham) al pasado (sus
tiempos) y la emoción y el cariño fueron devorando a las viejas
rencillas. Infinitos “te acuerdas” más tarde, Arteche se levantó para
marcharse y fue abrazando a todos los comensales. A todos. Llegado a su
némesis, al que más le había decepcionado, le espetó: “La jodiste, pero
te querré siempre”. Y le arreó una colleja porque, para que vamos a
negarlo, Juan Carlos siempre fue muy de golpear.
El otro día, aquel ex jugador con el que había mantenido un
distanciamiento de 20 años acudió al tanatorio a despedirse de su ex
capitán. Lloraba desconsoladamente. Y pensé: “Sí que eras grande,
admirado Arteche”.
Ya casi ni me queda coraje, ni me queda corazón.