No se han prodigado mucho los Grandes de la expedición, si no en cortesías innecesarias entre hermanos, amén de tan generosas como exageradas. Así que aprovechando que estoy tirado en Barajas con bastantes horas de espera hasta el próximo vuelo, voy a ver si puedo pergeñar una croniquilla de la inolvidable noche romana. Aviso, va a ser un buen rollete, que tiempo tengo para escribir. Pues a ello:
“Rosso, hemos quedado al lado del Olímpico, en el obelisco, a las cinco y media”. “Muy bien, allí estaremos; gracias y un abrazo, Pereira”.
Acompañado por Massimo, mi hermano italiano quien me ha inculcado el tifo por el Bologna de la misma manera que yo he inoculado a él y a su hijo primogénito, mi ahijado, la pasión por el Atleti, habíamos llegado a Roma al pelo, con el tiempo justo para marcar territorio en el hotel y pillar un taxi hacia el estadio. Y allí nos plantamos como clavos a la hora convenida, él con su gorra atlética, y yo con mi sacrosanta bufanda del Atlético Club de Socios (mil gracias una vez más, Paco, Pasaba, Txema, Quesada, Madder). Lo rojiblanco brillaba por su ausencia, pero la cosa no parecía importarle mucho a Massimo, que había quedado extasiado ante el obelisco mussoliniano (“cazzzo!, a Bologna non ce ne sono più di queste cose!) y se aplicaba con denuedo a sacarle fotografías. Pasaban de largo los tifosi, miradas de reojo a nuestras enseñas rojiblancas y basta.
En un determinado momento se empezó a oír un estruendo lejano, creciente, como el eco continuo de una explosión remota. El frenesí de los polizziotti anunciaba el arribo de los ultrà laziali, que llegaban al estadio en un corteo impresionante de cantos, banderas, bengalas, petardos… La policía cortó el Lungotevere Diaz y los condujo a la curva nord.
Poco después llegaban Pereira, Quesada, Jesús, Rubén y Chewy, y al poco se unieron Igo y su novia. Más tarde llegó Enrico, amigo romano de Jesús, fascinante personaje felliniano que parecía escapado de La Dolce Vita, cargado de sfrappole e castagnole, dulces típicos de Pascua, para entretener el preludio del partido. Mientras esperábamos la llegada de los hijos de Enrico, que también querían animar al Atleti, ocurrió el único hecho desagradable de la noche. Estábamos hablando entre nosotros cuando un soplapollas laziale le arrancó la bufanda a Igo, quien en un primer momento, lo tomó por broma. Como quiera que se iban alejando, Massimo y yo, que nos habíamos dado cuenta, fuimos hacia ellos. La cosa empezaba a ponerse seria. El cabestro romano argüía que le habían robado en Madrid una bufanda años antes y que actuaba aplicando la ley del talión. La bestia, bebida, fumada y con botella en mano, no atendía a razones, a diferencia de los que le acompañaban, aunque tampoco hacían mucho para convencerle. Y, en esto, llega un momento en que Igo aparta a moros y cristianos, esto es, a todo cristo viviente de los que allí estábamos y le espeta al ladrón: “venga, basta de gilipolleces, ahora tú y yo solos, vamos a ver si tienes huevos”. Yo no creo haber visto nunca un romano correr tan deprisa. Antes de que nos diéramos cuenta había desaparecido con sus acompañantes en dirección a las huras de la curva nord, donde era imposible perseguirles. No quisiera pasar por alto la actitud de la media naranja de Igo. Allí estaba a su lado y en ningún momento se echó para atrás, todo lo contrario: el último gesto dedicado a los laziali en fuga fue el suyo, con el dedín medio enhiesto apuntando al cielo romano. Aunque no le pegara nada a una niña tan refinada, me resultó encantadora en su papel de guerrerita. Simpatía, belleza y coraje en una pieza. Casi ná…
Finalmente llegó el momento de entrar en el estadio a nuestra zona asignada, en la curva sud. Tres controles con cacheos que tuvieron como única consecuencia el decomiso de casi todos los mecheros, más por nobleza del que no sabe mentir que por celo de los guardias en confiscarlos. El ambiente era magnífico en nuestro sector, trufado de romanisti que se habían gastado las pelas con el único interés de joder a los laziali, invocando una y otra vez el acostumbrado grito de “Lazio, Lazio, vaffanculo”, acompañado por parte de los nuestros. Me llamó la atención la gran juventud de la mayoría de los que allí animaban, así como la presencia de numerosos madridistas (estudiantes de Erasmus) que declaraban su más sincero apoyo al Atleti por tratarse de un encuentro internacional; para mí que pensaban en el partido únicamente como buena excusa para montar una juerguecilla y acercarse a las gónadas de su deseada/o de turno, que ya sabemos a lo que se dedican la mayor parte de los del Proyecto Orgasmus.
¿Qué decir del partido? Pues nada que Vds. no sepan, entre otras cosas porque a diferencia de nosotros, Vds. lo vieron. Eso sí, los abrazos con Quesada, Pereira, Massimo y Chewy (el día que salga del armario se dará cuenta de cuán bella es la vida del Colchonero) tras cada gol del Atleti, no se los cambio a nadie por nada, no existe palco de honor desde donde se pueda disfrutar tanto un partido de fútbol.
Inciso: caray, entre paseíllos para llenar la copa y otros para fumar un cigarrito en el cuarto de baño, se me está pasando el tiempo que da gusto. Resulta que mi jefe es más bien cicatero, por lo que rara vez se estira comprando un billete de primera, de esos que estúpidamente llaman ahora “business”, pero da gusto cuando uno debe pasar cinco horas aherrojado en un aeropuerto. Estoy dejando la “bodeguiya” de la sala VIP (otro término gilipollesco) tiritando. Nada especialmente reseñable, pero buenos tempranillos de Rioja y –en su versión tinta fina– de Ribera (va por ti, Qmaneradevivir).
Tras la inolvidable victoria nos encaminamos a una buena trattoria romana donde Enrico había reservado previamente. Permití, ante su insistencia, que un camarero se pusiera mi bufanda (después me dijo Massimo que en la mesa de al lado había un periodista de la Rai muy famoso, conocido por su credo laziale, y así entendí por qué el camarero –romanista, sin duda– hacía tanta ostentación de nuestra enseña) y me costó un poco arrancársela del cuello, estaba empeñado en que se la regalase. Cuando le dije que en ella había arropado a mis hijos (gracias de nuevo, Paco, Pasaba, Txema, Quesada, Madder), me la devolvió sin más historias. Buena cena, buen vino, buenos licores y mejor compañía.
El día siguiente, aún borrachos de euforia por el resultado y de camaradería Atlética (quizá debería concretar recalcando la especial complicidad que compartimos los de SdH, más allá de los “simples Atletistas”), tras recorrer triunfales el centro de la Caput Mundi rematamos para despedirnos con un almuerzo en Alfredo, templo de la gastronomía histórica romana. De la ronquera me recuperé tres días después.
¿Qué queda de todo ello? Un recuerdo imborrable. Y les pido disculpas por anticipado, lo que estoy por escribir no es de un buen Atlético: aún más importante de la magnífica victoria que nos trajimos del Olímpico, lo fue para mí el haber compartido unas horas con aquellos excepcionales amigos. ¿Qué le voy a explicar a aquellos de Vds. que tienen el honor, como yo ya, de conocerles? ¿Hay acaso palabras para expresar la bonhomía y mesura de Pereira, la prudente inteligencia de Quesada, la exuberancia afectuosa de Igo, la impresionante cultura –sin jactancia– de Jesús, la nobleza y elegancia cristalinas de Rubén, la belleza solar de la novia de Igo? Virtudes, en algún modo, comunes a todos ellos, salvo la belleza, patrimonio exclusivo de la última citada. Quede como remate la conmovedora timidez (la entiendo, visto il vizietto que le destruye) del protoatlético Chewy, personaje encantador que completó la expedición hasta convertirla en perfectamente panmadrileña. Así que solamente queda espacio para una conclusión: Dios bendiga el Atleti, Dios bendiga Señales.
Con un abrazo.