Perdone usted la ignorancia y la crueldad, ahora que ya no puede
perdonarnos. Tenga misericordia con los rapsodas del transfuguismo y con
los patriotas de geometría variable. Sea indulgente con los idólatras
de la juventud, y de la corbata. Y séalo ahora también a titulo
póstumi, cuando los hitos del Mundial y de la Eurocopa, la devoción al
tiki-taka y el guardiolismo zen parecen haber subordinado la impronta que usted,
míster, otorgó a la selección española.
Habrá que disculparse. Habrá que perdirle a usted perdón.
Porque hemos escrito de usted que era un ludópata y un bebedor
impenitente de wishky. Porque hemos decidido que usted era un racista. Y
no necesitábamos otros argumentos que la bronca a Reyes. Y porque ese
apelativo de Zapatones lo hemos utilizado arbitrariamente para retratar
su torpeza en sentido general, hasta la caricatura.
Y no le hemos perdonado ese desaliño ni esas maneras de hombre
volcánico. Hubiéramos preferido a un entrenador metrosexual. Que hablara
idiomas. Porque usted no los habla. Usted habla claro y sincero. Y usted se equivoca. Por eso preferíamos a un mister de laboratorio. Y no un hombre perseverante y paciente, como usted.
Usted ni siquiera ha sido feliz con el fútbol. Así
que le reprochábamos también sus angustias personales. Veíamos un hombre
con zonas de oscuridad. Veíamos un hombre. Por eso cuestionábamos que
usted no fuera un actor. Un encantador de los periodistas. Un demagogo
con los aficionados. Un entrenador posmoderno. Por no tener, usted no
tenía ni cuenta en twiitter. Usted ha asido un hombre desagradable,
decíamos. Y tuvimos que callarnos cuando usted cambio la historia de
nuestro fútbol.
Y entonces empezamos a recubrirlo de elogios. A raíz de la Eurocopa, se entiende.Y le comparamos no a Helenio Herrera, sino al almirante Nelson.
E incurrimos todos en un estado de amnesia. Y olvidamos que a usted lo
habíamos vejado y humillado. Y entonces pedimos que la Federación lo
renovara. Y dijimos que la selección no podía estar en mejores manos. Y
nos apuntamos nuestra parte alicuota de la victoria. Y presumimos de
usted.
De sabio de Hortaleza pasó usted a sabio. Y de Zapatones no se acordaba nadie.
Casi le concedíamos a usted la destreza de Fred Astaire bailando
tip-tap-. Y nos tomamos en serio, porque nos convenía, aquel aforismo
personal que durante muchos años habíamos considerado una bravuconada:
ganar y ganar, ganar y ganar.
Dudamos de usted, Aragonés. Y escogimos otro apodo para jubilarlo: El
abuelo. Que no era tanto un motivo para vanagloriarnos del magisterio
de la senectud, como un pretexto para considerarlo inapropiado en el
cargo de un club de fútbol chic.
Esta sociedad nuestra que desahucia a los ancianos no podía
permitirse que el embajador de la Roja fuera un tipo con el pelo blanco.
Y con gafas. Usted era muy mayor, sosteníamos. Hacía falta savia nueva
para la selección, decíamos. Y no gente sabia si el precio iba a consistir bregar con un hombre de 70 años. Peor aún, con un cascarrabias que no sabe comportarse en la corrección política exigida y exigible.
No se concibe lo que sobrevino después sin el hito de la final de Viena y el gol de Torres. España había tardado 40 años en regresar a la jerarquía del fútbol. Y Luis Aragonés había imprimido carácter al equipo, trasladando a la selección la idiosincrasia del Atlético de Madrid. Que es la suya y la de ese escudo que nadie osará a pisar en su presencia.