Hace falta que suceda algo muy grande, para que unos del Atleti se pongan a llorar. Así, a bocajarro, sin que tercie una épica victoria o una macabra derrota con su Equipo de por medio. Sin que se haya dejado el cuerpo aquí, entre las canchas de Villabajo, un tipo que igual se puede apellidar Becerra, que Lorenzo, que Aragonés. Muy, muy grande ha de ser. Ríanse ustedes del anglófono día de acción de gracias. Eso es hacer el pavo. Para lo vivido en una sesión de cine matinal, que comenzó hace 40 años y permaneció todo este tiempo cerrada en falso. Como una interminable herida supurando la sangre de todos; alevines, infantiles, cadetes y veteranos. A eso de las 12, por fin cicatrizó. Cosida del mismo modo en que nació: a lágrima viva. Unas nenazas, que diría un castizo a media sonrisa y cuarto de humedad. ¡Cuánto hubiera dado el siempre recordado Johnstone porque Panadero hubiera hecho una fructífera carrera con el maletín de la Srta. Pepi! Porque Ovejero hubiera acabado en “a”, en tanto subrayaba “sus labores” al rellenar la casilla “profesión”…
A esa peregrinación acudió un chiquillo al que le daba palo recortar la cara del melenudo de oro, para colocarla sobre una chapa. Aquél cromo lucía como un Santo Grial entre sus manos. Imponente. Mágico. Tan mágico, que el resto veía sólo un trozo de cartón. Con el que además, ¡comerciaban!. Herejes… Nunca llegaran a oir esa voz que salió desde la grada, porque tampoco podrán ver el beso de absoluto tornillo que le dará a las redes el gol… de Ayala. Si algún día el viento escribe sus memorias, contará que hubo un tiempo donde bailó a son de banda con la melena más rompedora a los dos lados del Manzanares. Dentro de cuarenta años todos… Al cine. A honrar la memoria de una casi Copa de Europa. Pues la película en sí fue una obra maestra; acabara ganando el bueno o el malo, posiblemente porque no había feo. Ni un feo. Todo amabilidad, sonrisas y esa extraña sensación de saldar deudas con las canas. El “cacique” Benegas departe con el señor del pin. Alberto presta su silueta de Candás al objetivo de una cámara de estar por casa. La mujer de azul se pone un poco de puntillas al arrimarse a Eusebio. Rodri charla animadamente con dos veteranos de guerra. Un muchacho se estira la Rojiblanca para que Ufarte la firme con soltura. Quique sigue expiando su “culpa” por las Highlands sobre el hombro de una señora. Un venerable de los tiempos del Stadium, conmina a Melo a vestirse de corto. Pacheco vuelve a rememorar una mano al palo derecho bajo la concurrencia de dos caballeros boquiabiertos y un pequinés con los ojos como platos. Una dama de negro se ofusca ostensiblemente porque Iruretagoyena no ha sido incluído en el octólogo de apellidos vascos del año. A dos niñas y un niño, ataviados religiosamente para la homilía atlética, les cuesta creer que aquél hombre de gafas, al que llaman “Miguel”, fuera más famoso incluso que su hijo, el portero.
Hubo un tiempo donde los jugadores se apretaban una Mahou codo a codo con los hinchas. La depilación debía de ser una especie de suerte remota cuanto ni menos y desternillante cuanto ni más. Las retinas hacían de cámaras, videocámaras, móviles y hasta de fijos. Se ponían motes como “Pechuga” o “Chely”. La espinillera era una cosa de adolescentes con acné. Existían pócimas druídicas a base de linimento. Se encasquetaba un “Soberano” a plena arial entre el vallado, justo al lado de los relojes “Busián”. Se apretaban “lolas” a escondidas. Sí, sí. Uno se liaba menos con TVE1 y el UHF. Y la prensa sensacionalista vivía encerrada en una torre magenta con tintes de rosa palo. Posiblemente no fuera un mundo más perfecto. Ni menos. Pero olía más a ducados. A gallinejas. A coñá. A césped. A Club. Y, en cierto modo, ese olor, esa gente, es la que por lo menos 50 fueron a buscar aquella matinal del año de Nuestro señor de 2000 y catorze. Lo encontraron. Se encontraron. Allí, con los clics por los suelos. Los claveles de abriles decorando las farolas. Los tebeos del Capitán Trueno colgando de los puestos. Perón agonizando por las tierras de San Lorenzo. Las telefunken vistiendose de colores primarios. Los universitarios corriendo calle abajo. El himno de Eurovisión atronando como overtura… El reencuentro fue brutalmente emotivo. Subido en una jartá de grados por un comunicador patrio, cuyos silencios son aún más profundos que sus palabras. Y ya va tirada alta. Un final cantado por la mano: ojos humedecidos y palmas colorás.
Una mañana de San Isidro, muchos hombres lloraron lo que supieron defender como héroes.