Es que los fichajes de Simeone (y en general todo cuanto hace y cómo lo hace y no sólo él sino su equipo de colaboradores) no ilusionan. Quiero decir con ello que no producen ni fulgor ni obnubilación ni le dejan a uno el ánimo suspenso. Están tan llenos de sentido, rebosan tanto pensamiento y un cálculo tan fino y esmerado de tantas cosas; es decir, bajo esta perspectiva, son tan fríos, que en absoluto mueven a cuanto los periodistas deportivos llaman "ilusión". Podríamos decir que toda la belleza de verdad es fría pero conformémonos con constatar que de esta manera, con un Juanfran, un Gabi, un Koke, uno de aquí, otro de allá y otro que ni de aquí ni de allá se puede culminar una liga de 90 puntos, para lo cual no hizo falta un ápice de ilusión ni de sueño ("a mis jugadores les digo que se despierten") sino, al contrario, esa serie de actos plenamente inteligentes (casi todos, mensurables) que, al abrigo de lo que Simeone llama fe y al mismo tiempo alimentando lo que Simeone llama fe, constituye para él el hecho único (el destino, podríamos llamarlo enfáticamente) de entrenar al Atleti.