Versión adaptada a España del cuento "El cuadro de Raulito", de Eduardo Sacheri:
Él decidió, de entrada, dejarle en libertad. Tenía la idea
de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en todo
caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso, con
cierta prescindencia fatalista pensó que si tenía que ser, sería, y que si no,
era inútil gastar pólvora matando moscas.
No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus
narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó
sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíos y primos y cuñados y amigos y vecinos
tentando a Pablito, ofreciéndole camisetas y balones y bufandas, a cambio de
promesas de fidelidad a sus propios equipos. Tampoco dijo nada cuando
sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los
cánticos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades
históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando
las supuestas taras infames de los otros.
Él los dejó. Un poco por esa resignación que era tan suya. Y
otro poco porque a veces, en sus días tristes, sospechaba que tal vez fuese
mejor así, que la cadena de afectos inexplicables se cortase con él, sin
involucrar a su hijo. Que tal vez el chico terminase siendo más feliz siendo
hincha de alguno del duopolio, ganando títulos más a menudo, viendo el estadio
lleno, comprando el Marca o el Sport con su ídolo en la portada. Si al fin y al
cabo él venía sufriendo hacía... ¿cuánto? Casi veinte años desde la última liga.
Y después la debacle. Hasta el descenso había tenido que sufrir, hasta el
descenso. Y a la vuelta, la desilusión grande de la Champions de 2014. Justo en
el último suspiro, será posible, en el último suspiro. Si faltaba tan poquito,
un balón despejado en ese córner y listo. Pero ni eso.
Por eso, seguramente, aceptó con entereza que Pablito, desde
los nueve, más o menos, empezase a decir que era del Real Madrid, «como el tío
Santi»; aunque en el fondo más recóndito de su ser, él sintiese sinceros deseos
de pasar al «tío Santi», lenta, dulcemente, por la picadora de carne y la
máquina de hacer chorizos.
Es que, a solas consigo mismo, en el resto de los días,
sabía que era todo grupo. Que le hubiese encantado que Pablito saliese de los
suyos. Que ahora que ya tenía trece, ahora que era todo un hombrecito, habría
sido bonito ir juntos al estadio. Por la tarde, tempranito, en el autobús de la
peña, hablando de cosas intrascendentes, viendo el partido de la grada de fondo
sur en el segundo anfiteatro, que es donde a su juicio mejor se ve el fútbol.
Pero igual no cambiaba de idea. No señor. Que si tenía que ser
que fuese, y si no, no. De todas formas, y por si acaso, cultivó su propia
planta de leyendas mentirosas, como para mantener viva su persistente
esperanza. Y aunque le daba un poco de vergüenza comparar al equipo del 74 con el
del Doblete del 96, igual seguía adelante, envalentonado en su propia
pirotecnia falaz, enternecido en la admiración dibujada en los ojos del Pablito.
Esa tarde, la inolvidable, la definitiva, empezó como todas,
con la cerveza y la radio en la mesita de hierro de la terraza. El padre
decidió prevenirlo de entrada:
-Mira, Pablito, que hoy jugáis contra nosotros. El hijo lo
miró con curiosidad.
-¿Y qué problema hay, papá?
El padre, feliz en la sencillez del chico, terminó
sonriendo:
-Tienes razón, Pablito, ¿qué problema hay?
A los veinte minutos penalti a favor del Madrid. El chico
miró a su padre, como dudando. Él lo tranquilizó, a pesar de sí mismo:
-Grítalo tranquilo, Pablito. Eso sí: si después hay un gol
nuestro, no te enfades si lo grito yo.
-No, papá, si no me enfado -le aclaró, muy serio. Después
gritó el gol, pero no mucho. Fue un grito breve, un poco tímido. El padre lo
palmeó.
-No seas tonto, Pablo, grítalo todo lo que quieras.
-Así está bien, papá -fue toda su respuesta. Al rato vino el
dos a cero. Ahí el chico lo miró primero, y después dio un par de aplausos, y
eso fue todo.
-Pero bueno, ¿qué clase de hincha eres? ¿Así te enseñó tu tío
Santi a gritar los goles?
-No papá, él los grita como un loco. Como tú.
-Y entonces grítalo tranquilo, hijo. -Y después añadió, con
un guiño:- Ojo que en el segundo tiempo a los mejor el que grita soy yo, ¿eh?
Se sentía en paz, dueño de una felicidad sencilla y robusta.
Casi ni se acordaba de que iban perdiendo. Empezaba a pensar que tal vez no
fuese tan terrible que su hijo fuese del Madrid. A lo mejor iban a poder ir al
estadio igual, turnándose un domingo cada uno, si el calendario lo permitía.
El segundo tiempo siguió por el trillado sendero de la
tragedia. Un contraataque y tres a cero. El chaval ni siquiera hizo un gesto
cuando el locutor vociferó la novedad a voz en cuello.
-Oye, Pablito, ¿estás dormido? -El padre lo palmeó con
afecto.
-No, papi. -Zarandeaba las piernas cruzadas debajo del
asiento, y tenía los dedos cruzados en el regazo, como cuando pensaba en cosas
complicadas. Luego aventuró:- No sé, me da un poco de lástima.
El padre se rió con ganas.
-No fastidies, Pablo, y disfrútalo. Total, un partido más,
uno menos... Además, cuidado, chaval -bromeó-, mira que a lo mejor todavía os
empatamos.
Para colmo, y como dándole la razón, al ratito vino el tres
a uno. El padre lanzó un gritito contenido, tenso, como el que habrían dado los
jugadores, saludándose apenas entre ellos, disputándole la pelota a un portero
con ganas de enfriar la cosa, corriendo hacia el medio campo para ganar tiempo.
El hijo lo miró sin tristeza. Cuando sus ojos se cruzaron, ambos sonrieron.
-Te lo dije, chaval, ojo con nosotros. Mira que somos
peleones.
Por lo que decían en la radio, el partido se estaba poniendo
interesante.
-Escucha, Pablito, escucha: os tenemos encerrados.
Pero el aviso era inútil. El chico seguía el relato
concentrado, serio. Acompañaba las jugadas trascendentes con patadas en el
aire, como jugando él también su parte del asunto. El padre sonrió. Cómo son
los niños. Se meten en el relato de tal modo que se sienten ellos mismos
protagonistas del partido. En realidad, no sólo los niños: un par de semanas
atrás él mismo había hecho trizas la jarra en un esfuerzo supremo por despejar
al córner un disparo bajo que iba a sobrepasar fatalmente al portero.
A los treinta, más o menos, saque de esquina sobre el área
del Madrid. El chico seguía enchufadísimo. Hasta balanceaba ligeramente el
cuerpo de un lado a otro, como todo buen cabeceador, esperando el momento de
correr un par de metros y madrugar al marcador y pegar el salto y conectar el
cabezazo. Pero había algo que al padre no le encajaba, algo en el modo en que
estaba de pie, algo en la expresión de sus ojos negros.
El corazón le dio un vuelco cuando comprendió: el nene se
estaba perfilando de atacante, no de zaguero. El movimiento era para zafarse de
algún marcador pegajoso, los ojos tenían el fuego de ven bola ven que te mando
para adentro. El brazo derecho se alzaba en el gesto que se le hace al siete de
ponla acá, justito acá por lo que más quieras.
El relato se suspendió en una nota aguda, una de esas notas
que se alargan, que perduran en el aire, mientras el locutor decide si tiene
que gritar o decir que pasó cerca. Igual no hizo falta, porque la hinchada,
detrás de esa portería, lo gritó primero, y el locutor en todo caso se sumó
después a ese alarido. El padre lo gritó con ganas, entusiasmado. Tres a uno es
una cosa. Pero tres a dos es otra bien distinta, y entonces...
Tuvo que interrumpirse de golpe en sus divagaciones. Porque
a sus pies, al lado de la mesita, de rodillas, de cara al cielo, gritando como
si lo estuviesen desollando, con los brazos extendidos y las palmas abiertas,
mezclando los chillidos de su voz de nene y los ronquidos incipientes de su pubertad
en ciernes, estaba el niño, el niño ya sin vuelta atrás, ya sin posibilidad
alguna de retorno, ya inoculado para siempre con el veneno dulce del amor
perpetuo, ya ajeno para siempre a cualquier otra camiseta, más allá de
cualquier dolor y de todas las glorias, dando al cielo el primer alarido franco
de su vida.
El padre se lo quedó mirando, impávido, hasta que el chico
se quedó sin voz y volvió a sentarse. Tuvo miedo de pronunciar palabra, como si
cualquier cosa que dijese conllevara el riesgo de destruir ese hechizo de
epopeya. El chico, de igual forma, no lo miraba. Estaba ciego a cualquier cosa
que no fuese esa cancha, esa portería de sus desdichas, ese reloj fugaz y
traicionero, ese relato interminable de centros llovidos al área y despejes
agónicos. Sobre todo eso el padre pensó después, porque en ese momento,
agobiado en la constatación de su pequeño milagro íntimo, apenas le quedaba
tiempo de mirar al nene, de comérselo con los ojos, de grabárselo para siempre
en el recoveco más recóndito de su alma.
En eso estaba cuando, ya en el descuento, el Madrid tiró mal
el fuera de juego y el nueve se escapó con pelota dominada. El relato radial creció
de nuevo a uno de esos agudos oraculares. El nene se puso de pie, incapaz ya de
tolerar la tensión de la jugada. Con el rugido de la hinchada de fondo, padre e
hijo contuvieron el aliento, con el alma pendiendo de ese nueve que entraba al
área a liquidar el pleito, que picaba la pelota por encima del portero,
buscando el segundo palo. El relato se cortó de pronto, y cuando continuó ya lo
hizo en un tono menor, para explicar lo inexplicable: la pelota besando el
travesaño y yendo a morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con
el árbitro pitando el final.
El padre se volvió a mirarlo. El chico estaba rojo de la
rabia, con los ojos muy abiertos de tan incrédulos, con los puños apretados de
impotencia. Pensó primero en decir algo, como para tratar de mitigar ese dolor
en carne viva. Pero lo disuadió la certeza de que era mejor así, porque así
eran siempre las cosas, y las cosas no podían estar mal, si así eran siempre.
Los labios del chico se torcieron en una mueca, y por fin se lanzó en un llanto
desbocado. Ya era grande. Lo suficiente como para querer llorar a solas. Por
eso se levantó de pronto y corrió hasta su cuarto. El padre escuchó el portazo,
y no necesitó verlo para saberlo derrumbado sobre su cama, confuso, dolido,
ignorante de qué debe hacer uno con el dolor y con la rabia.
El padre lo supo llorando a mares, y se regocijó en esas
lágrimas. Porque uno puede decir que es de muchos equipos. Uno puede cambiar de
idea varias veces. Sobre todo si abundan los tíos y los primos grandes,
dispuestos a comprar con pelotas y camisetas la fidelidad de un corazón novato.
Pero una vez que uno llora por un equipo, la cosa está terminada. Ya no hay
retorno. No hay vuelta atrás. De la alegría se puede volver, tal vez. Pero no
de las lágrimas. Porque cuando uno sufre por su equipo, tiene un agujero
inentendible en las entrañas. Y no se lo llena nada. O mejor dicho, sólo se le
llena con una cosa: con ganar el domingo que viene. De manera que asunto
concluido. La suerte está echada. Nosotros acá, el resto enfrente. Algunos más
amigos, otros menos. Pero de este lado nosotros, los de acá, los que no tenemos
en común, tal vez, victoria alguna, pero que compartimos las lágrimas de un
montón de derrotas.
Cuando su mujer salió al patio, extrañada de que su marido
siguiese al sereno en el atardecer frío del otoño, lo encontró llorando a él
también, pero unas lágrimas gordas, densas, de esas que abren surcos pegajosos
en su camino, de esas que uno llora cuando está demasiado feliz como para
sencillamente reírse.
-¿Se puede saber qué os pasa? -preguntó la mujer,
confundida. Él la miró, sin preocuparse siquiera de ocultar sus lágrimas-: Hace
rato que Pablito entró a su cuarto y dio un portazo, y me dice que no quiere
que entre, y se lo escucha llorar y llorar como loco. Y ahora salgo y te veo a
ti también moqueando. ¿Me quieres explicar qué narices pasa?
El hombre la consideró con benevolencia. ¿Qué otra cosa
podía hacer? ¿Intentar explicarle? ¿Cómo? Se conformó con mirarla, mientras
seguía sintiendo el fluir del tiempo en el gotero de cristal de ese momento
indestructible.
-Seguro que ganasteis al Madrid y se lo restregaste por la
cara, ¿no? Seguro le hiciste de rabiar, ¿no? -Ella lo miraba con gesto de
severo reproche.-Semejante grandullón, ¿no te da vergüenza?
-No, Almudena, no le hice nada. Si el Madrid nos ganó tres a
dos. Al chico no le dije nada, te lo juro -respondió con calma, desde la cima
de su paz reconquistada.
-Pero entonces no entiendo nada. ¿Me dices que ganó el
Madrid, y el niño está llorando como loco encerrado en su cuarto?
-Sí, Almudena. Ganó el Madrid. Pero el niño ya no es del
Madrid, Almudena. -Y se sintió reconciliado con la vida, eufórico, agradecido,
emocionado; dueño legítimo y absoluto de las palabras que iba a pronunciar.
Después se incorporó, porque cosas así se dicen de pie:- Lo que pasa es que Pablito
es del Atleti, Almudena. ¡DEL ATLETI!
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