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Días de escuela

Último artículo 09-04-2008 11:15 escrito por Aviación. 5 respuestas.
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  • 07-04-2008 23:00

    Días de escuela

     

    Bien abrigado, llegaba al colegio. Sería allá por finales de los 70, hace no mucho tiempo. Entonces, o los inviernos eran más fríos, o las pellizas no valían más que para diferenciar a unos críos de otros. Las había de herencia, sobadas por toda la ascendencia de hermanos mayores; con parches y zurcidos hasta en las etiquetas. Feas hasta decir basta. Bastas como la padre que las parió. Y aún así, sentías como el frío te ponía un nido de buitre negro en mitad de los pulmones. ¿Es posible que no recuerde si comencé a fumar por calentarlos...? Los pantalones, de pana. O de tergal. Con dos inmensos ojos de sky, o cuero de pastel, a la altura de las rodillas, que duraban cuatro partidas de chapas y una de canicas. Los vaqueros, estaban en las telefunken de blanco y negro (asomaban ya las de technicolor), pues no habían tomado aún la calle de cintura para abajo. Lois, no era nadie por estos pagos. Y Lee, quedaba para los más cultos; como un general de los confederados... ¿Levis?, sí, sí, muy gracioso... Pero ése era su apellido; ¿no se llamaba Jerry, y ponía unos caretos mu raros?...

     

    Bufandita de punto de cruz. O la cruz de la bufandita. Agarrando como cadenas de lana a colorines el collar de una prenda que suponía la mayor de las humillaciones. La indignidad hecha gorro de buzo. Tejido en azul, gris o verde despolle. La prenda de crío-crío, que madre ponía por montera por los siglos de los siglos. Una especie de chupete, llevado sobre la cabeza, con el que deberías de buscar los primeros escarceos pseudo-amorosos. Así, con esas pintas. Los verdugos han llenado más carteras que los propios libros...

     

    Los zapatos, cualquiera valía siempre y cuando estuviera confeccionado en sucedáneo de piel. Que no fueran unos castellanos encargados para la boda del siglo, o unos de charol arrastrados desde las cavernas de la comunión. El zapatero, tenía un curro de pelotas con aquellas fundas de pie destrozadas sistemáticamente. Las conocía al pie de la letra; por dónde solían abrir, en qué lugar convenía reforzar y el tufillo peculiar que cada una despedía. Porque entonces, los calcetines llevaban sistema de refrigeración asistida. Con cierto tiempo de rodaje, que era lo propio, tendían a evacuar el gas por unos orificios o compuertas que se abrían a demanda sobre la acumulación atmosférica en el interior. La hostia, vamos. De patente y tírate a vivir de lamarca. Y sin NASA de por medio. Otros, simplemente le llamaban “tomates”. Los muy catetos.

     

    Allá íbamos. Agarrados por descomunales carteras de sobre, con un única forma que tenían las muy jodías de meterles mano: por la chepa, y del asa. No sé como aquellos zagales no salieron torcíos según fueran diestros o zocatos... O lo que es lo mismo, zurdos. Esos que una vez dentro, el maestro se preocupaba de ahostiar con cierta cadencia. La justa hasta que cambiara de mano. Como Dios en su extensión escolar mandaba. Cruzando por semáforos donde un par de coches seguidos suponía toda una novedad. Una sinfonía de mayores y bajitos, acumulados a la puerta del colegio, mientras el conserje esperaba vestido de contramaestre del almirante Gravina. Tirando de los portones de la cancela, a lo guardia de Buckingham. Santiguandose por la sordi ante una avalancha de chavales y mozas que se le venía encima sin haber tomao aún el café. “Tres minutillos, y se los dejo a los de dentro”, pensaba el amo del calabozo en tanto pretendía poner un algo de orden en las filas. “Los de Dentro”. Esos, sí que tenían un infierno a la carta...

     

     

     

    Sentados frente a una cruz, y cierto retrato. De dos en dos; sobre pupitres que igual valían para un parvulario que para un “licenciao”, para el gordito que para el tirillas. Alineados frente a un gran general vestido de luto riguroso. Más rectangular que cuadrado. Mudo. Con cientos de medallas en tiza que iban y venían de su uniforme negro, plano, como condecoraciones de sumas y restas, sujetos y predicados. La pizarra, podía ser el objeto más terrible e implacable de todos los terrenales. Incluso, que las mismas notas. Ahí, no cabían falsificaciones.

    Escorado a su derecha, sobre un trono de tapiz descolorido, don José. Don sobre dones. Aún recuerdo su vaso de agua jalonado de huellas dactilares descansando sobre el escritorio de madera chapada en miedo. Igual le servía para echarse un trago tras la explicación, que para enjuagarse la dentadura postiza. Agua y madera, a dos palmos. La de la regla de la altura de una carabina que descansaba de plano, con más batallas que los milímetros que marcaba. Muchas más. Corría la leyenda, que aún colgaba de su anverso jirones de piel de niño. Si te acercabas lo suficiente, podías verlos.

     

    Y el periódico deportivo, haciendo de tercer elemento. El fuego. Interior que despertaba entre los chavales de la clase. Todos sabíamos que, en su hoja central, venía cada mañana con un desplegable a todo color. Una foto en formación de un equipo de Primera, antes de disputarse el partido. Podía tratarse de cualquiera, desde el Betis de Esnaola al Sevilla de Biri-Biri; del Athletic de Dani al Valencia de Carrete, del Barcelona de Asensi al Sporting de Mesa... Pero, el que en realidad se convertía en sueño absoluto, en cielo hecho papel, de un mozalbete rubio, ojos achinados y pequeña alma rojiblanca, era el de Navarro, Marcelino, Eusebio, Pereira, Arteche, Capón, Marcial, Leal, Leivinha, Ayala, Rubio, Rubén Cano... Joder, que trofeo. ¡Cómo lucía el jodío, expuesto cual bufanda entre las manos huesudas del maestro...!.

     

    Amigo...Costaría sangre, sudor y lágrimas. Entonces, los profes eran los que soltaban la mano, o su extensión en madera; y los alumnos recibían. Como esteras. El poder judicial y el ejecutivo, en cero coma, cogiditos de la mano y sin airearse mucho. Que las madres de más tenían con las coladas, las planchas, los bibes y demás SL, como para preocuparlas por el cabrón del crío. Don José, ponía el trofeo en el escaparate, entre los puños de sus camisa blanco-gior. Luego, doblándolo ceremoniosamente, trincaba con la misma parsimonia una tiza del descansillo de la pizarra, para escribir sobre ella una serie de preguntas. Breves y directas. Del tipo: “Tres reyes godos”. O “Nombre del caballo del Cid”. “El río de más caudal de España”... Las repasaba de espaldas, verificando cada letra, para terminar sentándose sobre su trono escolar. Cruzar los pies sobre la mesa, y desempaquetar una pera de agua de su flamante pañuelo blanco-moco. Antes de lanzarle el primer bocado, llamaba al sentenciado:

    -         Fulanito.

    Y fulanito saltaba cual resorte de su asiento. Como si el mismo belcebú hubiera pinchado su culete con una aguja de coser albardas. El tramo que iba del pupitre a la pizarra, debiera de ser bastante parecido al que siguió Cristo del juicio al Gólgota...

    Don Jesús, ya armado con su regla para varear nueces, señalaba hacia la primera pregunta del encerado. Fulanito, se retorcía desde su dignidad de poco más de un metro.

    -         Babieca- susurraba.

    Y el maestro, anotaba sobre su cuartilla algo que debía de ser una “X”. A cámara lenta, volvía a repetir la liturgia de la regla alzada para la segunda cuestión.

    -         El Tajo- se decidió por fin el muchacho.

    Era entonces, cuando don José, negaba con la cabeza. Y pronunciaba su palabra más lapidaria: “penalty”. Marronazo en superlativo. A la que fulanito, ya sabía cómo habría de responder; extendiendo su mano y colocando la yema de los dedos en racimo, vueltas hacia arriba.

    -         Santillana se perfila. Deja el balón sobre el punto fatídico. Coje carrerilla y...- El maestro, levantaba entonces su arma de destrucción masiva al techo desconchado de la escuela, para descargarla con un golpe seco.

    El zagal, con más miedo que vergüenza, retiraba a la sazón su mano, y la regla golpeaba en vacío con un bufido,  mitad aire, mitad letra. Que con sangre entraba. Contrariado, miraba con incredulidad al osado crío. Mas nada era capaz de interrumpir la ceremonia. Acaso algún “huy” entre la grada de pupitres.

    -         Se repite el penalty- sentenciaba.

    A la segunda, su regla contenía más arco. Más furia. Y se iba a estampar con fuerza sobre las puntas de los dedos del fallón. Del portero de tergal y rodilleras de sky. “¡¡Zas!!”.

    Y toda la clase, al unísono, se levantaba de sus asientos a la voz de “¡¡¡Gooooool!!!”.

     

     

    Suena el timbre, al fin. Bocadillo, recreo... evasión. Una manada de enanos y enanas, soltando con premura los lápices, entonando un murmullo de victoria que nos perseguía en tropel hasta la misma puerta del aula. Dónde el cerco se convertía en un embudo de ilusiones, por el que íbamos desfilando a borbotones, hasta alcanzar toda esa largura tachonada de dibujos, poesías y otras manualidades menores que conformaba el pasillo. Una legión de símbolos precursores del Cobi del 92, que escondían entre su simpleza de líneas y colores, la misma pureza de la infancia. Las fotos de la vida que nunca pudimos revelar en la tienda del barrio. A través de su formación en horizontal, se acababa por ganar a la carrera el último esquinazo, donde las tórtola derrapaban cual derbi del Nieto, y te relanzaban a la bocana acristalada que daba permiso al patio. ¡El patio!. ¿Qué patio no suponía el jardín del edén?. Desde el patio del Moya, o el patio del Bomba, allá en el barrio, al patio del colegio. Todos los patios debieran de haberse declarado parques naturales para canijos. Cada patio que se despoblaba de críos, o pasaba a formar parte de la reconversión urbana, era una puñalada en mitad de divertilandia. ¿Qué coño hacían los sindicatos y las APAs, que no los defendían?. Hasta en los sueños más idílicos; acabado el Un, Dos, Tres, donde el edificio del colegio caía por cualquier intercesión de algún olvidado dios de infantería de infantes, el patio se salvaba. Era como la chica americana de las pelis.

    ¡Cómo estaba el patio!. Con su mercadeo de cromos, sus grupitos de niñas en leotardos y coletas organizando una timba de comba y goma, los dómines de las chapas partiendo equipos, los supporters de la olla echando a pares o nones... Y los capis de turno, jugandose al monta y cabe una de caballeros contra villanos. Con un balón de por medio. “¿Me pedirá?”, imploraba para sus adentros el malillo. “¿Jugaré con Zutanito?”, pretendía augurar el chanante. “A ver si me toca contra Menganito...”, aventuraba el macarrilla. “Joer, como se nota que son del mismo equipo”, iba radiando en sus pensamientos el que ni chicha ni limoná. Ya estaba el tinglao montao. Se habían levantao, como era precepto, cuatro pilas de jarseis sobre el terreno. Separados en parejas, que no arrimaban cebolleta por aquellos seis pasos que marcaba el reglamento interno infantil. Esos mismos, que valdrían en un momento dao para colocar con precisión de GPS el punto de penalty sobre el inmenso espacio que rodeaba la vida de los bajitos.

    El balón, en el centro semigeométrico del Vaisapillar Arena. Como árbitro, el empollón, que era odiado por los unos y por los otros. Un leve gesto de brazo, hacía de triple pitido y, como años después diría el ínclito Joaquín Prats, ¡a jugar!. Los del otro equipo grande de la capital, contra los del Atleti. Sí, salíamos once. Y teníamos hasta reservas. Y otros desarraigaos que preferían acoplarse al rescate pa ligar con la princesita de turno que nos le hacía ni pvto caso. Y alguno que volvía emocionao con el verano de Laguía, y se había perdido en pistas de arena surcadas de curvas y puertos a dos manos y una de rodilleras. El Atleti de los críos, ganaba, perdía y hasta empataba. Hacía cuatro días que Vicente Calderón había pronunciado al término del partido de Bruselas aquella frase que no tenía sentido entonces. Nadie la pronunciaba. Ni propios, ni extraños. Blancos y Rojiblancos nos temíamos como dos lobos de enormes fauces, compartiendo el mismo corral. No existían gallinas. Ni complejos. El Equipo, era tanto o más fuerte que la misma Afición. El Club era nuestro. De todos y cada uno de los corazones que latían en sangre y nieve. No, no es que fuera un deseo de niño. Era real como las galopadas de Ayala. Como la Copa que Adelardo abrazó entre sus brazos.

     

    Enseña a tu hijo. Oh, enseña a tu hijo a amar...

    Al Atleti.

     

    S I E M P R E   A T L E T I.- 

     

    Diles que se vayan
  • 08-04-2008 19:37 en respuesta a

    Re: Días de escuela

    Cochise, dado que tus escritos hace tiempo que se convirtieron en referencia, al menos para mí, y que objetivamente destilan belleza tanto en su contenido como en su forma, sería maravilloso poder reunirlos todos en un libro. Sé que desde la Asociación Señales de Humo se está trababjando en este aspecto, pero no puedo dejar pasar la oportunidad para animarte a llevar a cabo esta idea, que seguro que lleva tiempo rondando en el imaginario colectivo de más de un forero.

    Saludos.

    Somos rebeldes y ganadores
  • 08-04-2008 19:39 en respuesta a

    Re: Días de escuela

    Solo por la referencia a Asfalto merece la pena.

    SALUDOS.

    Diles que se vayan
  • 08-04-2008 19:49 en respuesta a

    Re: Días de escuela

     Grafica... escribe... éste chaval se ganó con creces lo de "Gran Jefe".

    Diles que se vayan
  • 09-04-2008 0:27 en respuesta a

    Re: Días de escuela

    Da pena  pensar que en los tiempos que corren los partidos "Trampas-Atleti" que se jugaban en el patio del "San Antón" no se podrían jugar por ausencia de jugadores de uno de los equipos.

    Por otra parte, mis felicitaciones, Sagrado Totem

    Máteme, pero no mienta
  • 09-04-2008 11:15 en respuesta a

    Re: Días de escuela

    Me temo que ahora nos toca ligarla a nosotros....apuremos el tiempo, que ya nos meten dentro.

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