Como si se tratara del reciente campeón de Liga, el At. Madrid recibió al Espanyol haciéndole el pasillo. Concretamente a Verdú, el jugador blanquiazul que, según alertaba la cuenta oficial de twitter del club rojiblanco pocos minutos antes del choque, supuestamente iba a estar más vigilado. Cuando los madrileños decidieron entrar en el partido, ya perdían 3-0. El entrenador prometió en la víspera un equipo al fin pletórico de actitud y responsabilidad. Y sucedió justo lo contrario, ruina posicional, desidia absoluta, ninguna concentración. Tras la sucesión de golpes, al Atlético no se le advirtió ni capacidad, ni ganas, ni carácter, ni plan para reaccionar. Ni siquiera vergüenza. A su técnico no se le ocurrieron ideas para revertir el caos. Pero tampoco se le apreció voz ni poder de influencia sobre sus jugadores. Su respuesta al desastre apenas consistió en unas palmadas de ánimo que, sumergidas en el panorama general, quedaban ridículas. Y en el fondo sugerían compasión, dibujaban la estampa de un entrenador perdido y sentenciado.
Manzano no es el responsable de los problemas que heredó, pero desde el primer día se sabía que tampoco podía con ellos. La irresponsabilidad patológica de los gestores y la complacencia mayoritaria de los medios encubrió de ‘ya veremos’ una decisión equivocada que la grada sí denunció desde el minuto uno, entre otras cosas porque ya tenía vistos sus defectos. Porque pese a lo que contaron las crónicas embusteras de sus aduladores de cabecera, Manzano ya había demostrado hace siete años su incapacidad para domar y gobernar un equipo tan complicado como el Atlético y a la vez tan enfermo. Que no está malo por su culpa, está claro, pero que tampoco posee la medicina para curarlo. Así que el tiempo que ganó el entrenador acurrucado en el “qué buena pinta” que difundieron sus palmeros lo fue perdiendo el Atlético. Cada minuto de más del técnico en la casa fue y es un minuto de menos para la propia casa. Porque la situación empeora. Y, dada la pasividad institucional para la autocrítica, el análisis y la toma de decisiones, sumada a la permisividad e indiferencia exterior, en esas sigue el Atlético. Gastando el tiempo.
También lo gasta su afición, anclada en un sentido extremo de fidelidad a los colores que paradójicamente perjudica a su club más que lo ayuda. Porque es su aliento innegociable el que finalmente sostiene y legitima al verdadero culpable de su deterioro, al dueño de las acciones. El que contrató a Manzano a sabiendas de su error, el que lo aguanta porque disfruta de su perfil bajo, el que ha convertido un equipo histórico en una agencia de futbolistas, el que ha dado el mando a ciertos representantes, el que ha vaciado de exigencia e identidad el vestuario, el que ha fomentado la falta de compromiso de los jugadores, el que no delega funciones sino que reparte paraguas, el que con tal de que no se le vea es incapaz de dar un puñetazo encima de la mesa, el que ha desintegrado la institución por dentro a cambio de llenarla de apariencia por fuera, el que no piensa en sus clientes (porque jamás se van ni se le revuelven) sino en su castillo de naipes. El problema es de gestión, no lo duden.
Y ese al que nunca se le ve es el que ahora debe decidir qué parte del dinero que maneja destina a contratar a un entrenador que suavice la última tormenta en la que ha metido al equipo. No vale cualquiera. Ni siquiera es seguro que valga alguno. El vestuario (la parte fundamental) no tiene alma. Los jugadores, pierdan o ganen, parecen siempre colegiales en plena excursión de fin de curso. No sienten el Atlético, ni siquiera saben lo que es y lo que significa, y por tanto no se ven comprometidos. No hay ni uno solo ahí abajo con el mínimo conocimiento de los valores para transmitirlos ni el carisma suficiente para imponerlo. No hay tampoco una jefatura en los despachos que ponga criterio y orden, que marque el camino y lo haga seguir. No hay exigencia interna, sino la ley del no pasa nada. Tampoco existe una vigilancia exterior que recomiende apretarse los machos. Al Atlético se le mira desde fuera con más desinterés que severidad. Todas esas carencias hablan de problemas estructurales que demandan una revolución o una refundación. Pero mientras esta se produce o no (la afición decide), el equipo necesita un entrenador que ponga parche a todos esos agujeros. Y debe ser uno top, con autoridad, personalidad y galones. Sobrado de carisma para asumir las funciones de las que hacen dejación los dueños y para devolver al redil a unos empleados con los que parece que nunca va nada. ¿Existe un técnico así? Sí existe y lo necesita el Atlético. Pero posiblemente no le convenga a quien nunca se le ve.
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