El sábado pasado se
podía respirar melancolía en el Vicente Calderón. Era el día del niño,
el horario invitaba a la presencia masiva de jóvenes, Los 50 habíamos
contado la historia del Atlético Aviación, habíamos tenido también la
suerte de compartir horas, mesa y mantel con los campeones del mundo de
1975 (Ayala, Panadero Díaz, Irureta, Alberto, Adelardo,…) y encima hacía
exactamente 112 años que unos estudiantes vascos de ingeniería habían
decidido juntarse en Madrid para crear un club de foot-ball(*).
Con todo ello, nadie podía olvidar lo que había ocurrido un par de días
antes en el Bernabéu. Estaba ahí, flotando. Una sensación y un
sentimiento que no hay por qué ocultar y que además son naturales entre
seres humanos. Porque afortunadamente, a diferencia de otras
instituciones diseñadas con otros propósitos, eso es lo que es el
Atleti. Una institución por y para seres humanos que respiran, sudan,
comen y se equivocan.
El equipo jugaba contra el Elche un partido muy difícil
de jugar. Por lo arañado que estaba el ánimo, por ese cansancio físico
que se hace mucho más evidente sin el efecto balsámico del éxito y por
la rabia contenida del ganador que no ha podido ganar. El partido podía
haberse transformado en una trampa mortal (y mucho ansioso de pertinaz
impaciencia así lo barruntaba cuando al descanso el marcador seguía
señalando el cero a cero) pero afortunadamente la plantilla actual del
Atlético de Madrid es una solvente colección de profesionales con
capacidad, talento y orgullo. Siqueira, que había sido el mejor de la primera parte, se lesionó y tuvo que dejar su puesto a Juanfran.
El lateral, tirando de arrojo y calidad, fue el que logró traspasas la
tupida red defensiva de los alicantinos para colgar un balón al área que
aprovecho, como siempre, el más listo de la clase. Un francés llamadoGriezmann que
supura fútbol por todos sus poros. Ese tipo de jugadores que ve lo que
nadie ve, llega a donde nadie llega y está donde nadie está. El 1-0
abría la lata y tranquilizaba los ánimos. El 2-0 de Raúl García (con tiro lejano que se “come” el portero rival) hizo que un nuevo gol del francés, el tercero, se quedará ya en anécdota.
La grada del Calderón, que hasta que no se diga lo
contrario es la mejor representación que tenemos de la afición
colchonera, había sido el reflejo de sus jugadores. Dolida, fría y
cansada pero orgullosa, valiente y fiel. Comenzó aplaudiendo a sus
héroes del 75 y siguió aplaudiendo (más fuerte, incluso) a sus héroes
del 2015. Incluido, por supuesto, el cuerpo técnico. Antes de que el
balón echase a rodar la grada, como concepto, había dejado claras cuales
eran las premisas de las que hay que partir para el supuesto debate
mediático sobre la afición rojiblanca: “Orgullosos de nuestros jugadores”, afinaban al unísono las gargantas. “Ole, Ole, Ole, Cholo Simeone”,
volvieron a rugir como corolario. Los 90 minutos de partido siguieron,
con más o menos intensidad, los mismos parámetros. Agradeciendo a todos,
desde Oblak a Simeone, desde Griezmann al Mono Burgos,
lo que nos están dando. ¿Significa eso que el aficionado colchonero
perdonaba la derrota (como interpretó algún iluminado del Canal +, de
esos que analizan en fútbol mundial con las camisetas del Real Madrid o
el Barcelona pero sin salir de su cuarto de baño)? No, queridos.
Significa que queremos que gane Atlético de Madrid pero no lo queremos
porque gane (o deje de ganar). Yo no tengo por que perdonar al que no me
ha hecho nada. Abran el foco de su conocimiento y descubrirán que hay
muchas más formas de entender el fútbol. Es decir, la vida.
Salimos del estadio con la tranquilidad del resultado,
el orgullo en el cuerpo y esa media sonrisa que se nos pone en la cara
cada vez que nos damos cuenta de que no estamos solos en esto de ser del
Atleti. Pero fuera del estadio sabemos que nos tenemos que topar con la
“realidad” oficial. Con Matrix. Con ese rodillo mediático que adoctrina
al mundo a través de la fe verdadera. Peor. Tenemos que lidiar (además)
con ciertos ministros de esa fe única que, disfrazados de aliados,
pastan entre colchoneros igual que pérfidos caballos de
troya. Estaba todavía en el Paseo de los Melancólicos cuando
alguien me envió el titular de la crónica de AS y no pude reprimir las
arcadas. El texto, que llegaría minutos después, tenía un efecto incluso
más diarreico todavía. Mediante una prosa indigna de cualquier
estudiante de secundaria, el autor relataba un cuento de ficción, cínico
y mentiroso, que resultaría patético en una columna de opinión pero
que es torticero en un texto que pretende reflejar la realidad de lo que
ha ocurrido. Un texto que , más allá de la pericia del escribiente, no
puede ser casual. No puede deberse a la eventualidad o la negligencia.
Decía Camus que la prensa libre puede ser buena o mala pero que cuando
no es libre no puede ser otra cosa que mala. A las pruebas me remito.
Vomité, claro. Como cualquier persona de bien hubiese hecho.
Desconozco la gente que habrá leído semejante ejercicio
de tergiversación pero intuyo que alguno más de los 45000 espectadores
que debimos estar en la grada ese día. Es decir, la realidad
mayoritaria, según se entiende en el nuevo orden mundial, es ahora la
que ha “vivido” la mayoría. No es la que unos pocos vivimos in situ sino
la que, muchos más, han “vivido” a través del notario de la realidad
elegido para la ocasión. ¿Se dan cuenta de la sutileza? Pues no es un
hecho puntual. Decía Pérez de Ayala que cuando la estafa es enorme ya
toma un nombre decente. A esta se le llama periodismo.
Fernando Torres. En su despedida.“Cuando lleguen los malos momentos, cuando desde fuera quieran dividirnos y decir que las cosas van mal, en esos momentos que seguro que llegarán, me gustaría que recordarais el orgullo que sentís ahora. Todos somos uno. Eso es ser del Atleti”.