- "El corazón tiene razones que la razón no entiende".
-Blaise Pascal, matemático y filósofo católico francés
Para
las masas que no creen en Dios, el fútbol es, por si alguien no se ha
enterado, lo más cercano que hay a la religión. En el caso extremo de la
afición del Liverpool, el estadio de Anfield es como la iglesia para un
católico, la mezquita para un musulmán. El partido tiene su liturgia
establecida, con su himno de inicio, You'll never walk alone,
seguido por los cánticos dedicados a los santos de su devoción, los
jugadores, el entrenador, los ex jugadores, los ex entrenadores. O así
ha sido durante la mayor parte de los 50 años desde que Bill Shankly
llegó como San Pedro, fundó la iglesia y los condujo de la Segunda
División a la gloria, convirtiendo al Liverpool en uno de los grandes
mitos del fútbol mundial. Pero algo ha cambiado en las últimas dos
temporadas. La fe, no. Pese a que el equipo jugaba fatal, Rafa Benítez,
el entrenador que les ganó la Copa de Europa en 2005, siguió siendo
hasta el final, hasta su salida del club este verano, tan intocable para
la mayoría de los fans como la Virgen María para el Papa. Lo que cambió fue que, ante la falta de victorias, los fans
perdieron la alegría. La ilusión se transformó en amargura y al
contenido de la liturgia se agregó un factor rabia que antes no había
existido. Siguieron alabando a sus santos, porque eso (a diferencia de
la práctica más agnóstica del aficionado español) no se discute. Pero a
los cánticos de celebración se sumaron cánticos de odio hacia los dos
dueños estadounidenses, Tom Hicks y George Gillet, identificados como
los culpables satánicos de los males del club.
Claro, en estos
asuntos de fe la racionalidad poco tiene que hacer. Si la salida de
Benítez y la llegada del inglés Roy Hodgson este verano se hubiera
traducido en un arranque de temporada glorioso, si estuvieran primeros
hoy en la Premier League, Hicks y Gillet hubieran pasado
rápidamente al olvido, con la posibilidad de que en mayo, si llegasen a
acabar campeones, se les vitorearía por todo lo alto y Anfield se
convertiría en un mar de mea culpas.
Lamentablemente para
todos, las cosas no han salido exactamente así. El Liverpool no está en
lo que comúnmente llamamos crisis. La palabra no sirve. El Liverpool
está sumido en un caos infernal. De siete partidos que ha disputado, ha
ganado solo uno; fue eliminado de la Carling Cup, en casa, por el
Northampton, de Tercera División; perdió en Liga el fin de semana
pasado, también en casa, contra el recién ascendido Blackpool, y está
ahora en zona de descenso. Hodgson, cuentan en la prensa, está al borde
de un ataque de nervios. Los jugadores salen al campo no con el espíritu
combativo y ganador que siempre ha caracterizado a los equipos del
Liverpool; salen cabizbajos, deprimidos, esperando perder.
Y eso
no es lo peor. Porque en el terreno de juego lo último que muere es la
esperanza y la semana siguiente siempre puede traer la salvación. Lo
peor es que la institución -la iglesia- ha sido profanada. En primer
lugar, por los gemelos del diablo, Hicks y Gillet, que se niegan a
vender el club pese a que ha llegado una oferta que podría al menos
saldar las cuentas (desastrosas) del club. Esa es la buena noticia. Pero
resulta que tan buena no es. Porque el que se ofrece como redentor es
otro estadounidense con una trayectoria parecida a la de Hicks y Gillet.
Ellos venían del fútbol americano; el que pretende comprar el Liverpool
hoy, un tal John Henry, es el dueño de un equipo de béisbol.
Y a
todo esto se suma ahora la locura de que Hicks y Gillet no quieren
vender el club a Henry por los 340 millones de euros que ofrece, pese a
que al resto de la directiva del club, enfrentada a muerte hoy con los
dos americanos, le parece una cantidad razonable. No es cuestión de
orgullo, ni mucho menos de amor por el club. Sencillamente quieren que
Henry les pague el doble, porque si no su inversión en el club
resultaría haber sido un fiasco comercial. Todo se va a solucionar esta
semana entrante, se supone, ante un tribunal.
Pase lo que pase,
uno se tiene que preguntar si será posible para la afición del Liverpool
seguir manteniendo, ante tanto desengaño, la fe; o si, con los
corazones rotos, habrán perdido su inocencia religiosa para siempre. Lo
que sería una gran pena.