Claro, lees las agradecidas palabras de Pantic o las entusiastas de Caminero y les recuerdas, a uno su silencioso y constante dar hilo y dar hilo al equipo, al otro su ilimitado fútbol coral, armónico, excesivo, e incluso a ese tercero -Aguilera- que por no tener mucho que recordarle has de acudir a su empeño y, antes que eso, a su vehemente obcecación de niño por la banda, a partir de las doce, con sol y diecisiete años; lees esas palabras y les recuerdas, digo, y entonces te sorprendes a ti mismo blandamente dejándote caer en el mito, consolándote en él - tan cansado después de tantas cosas-, narcotizado por mano enemiga cuando, de repente, casi bajo el sobresalto, constatas otra vez que salvo el ardid y el crimen, y aun éste chusco y alevoso, nada urden aquellos que trajeron esos nombres y que, es más, precisamente por eso los trajeron: para más engaño, más huida, más silencio y que, por bien que resultase -pues el azar, el coraje y el saber de los hombres, como en el 96, puede obrar el milagro- tanto más engaño, más huida y más silencio arrojarían sobre nosotros.