Era un erial a principios del siglo XX. En uno de los libros de La lucha por la vida, Baroja describe un encuentro del protagonista (cuyo nombre no recuerdo) con un trapero en el chamizo de éste. Es una escena memorable, con esa poesía que Baroja sabía extraerle a la miseria. Pues bien, atendiendo a la localización aproximada que el escritor establece, ese chamizo no debía de estar lejos de lo que después fue el Paseo de las Acacias. Pero en los años sesenta, hasta la Glorieta de Embajadores todo estaba más o menos como ahora. No así el propio Paseo de las Acacias, donde, tras los primeros edificios a ambos lados, se sucedían algunos otros, más bien aislados, entre largas tapias. La tapia del Campo del Gas, la del depósito, enorme cilindro plateado del que se desprendía el perfume del gas que yo recuerdo en las mañanas frías de domingo, viendo jugar al Plata, o al Amparo, o al Fuencarral, o a la Ferro. O, enfrente, la tapia de extensos solares en que aún podían rastrearse las muescas de los disparos de la guerra civil. Todo eso cambió a finales de los ochenta y principios de los noventa, convirtiéndose en el barrio agradable, tranquilo y pequeñoburgués que es hoy. Ese par de casas viejas de la Glorieta de Pirámides se mantiene. Pero luego ya, en dirección al campo y alrededor de él, solo estaba el edificio de figura ligeramente combada que hay frente a la esquina del fondo norte opuesta al río. Y, por supuesto, la fábrica de Mahou, que exhalaba un fuerte aroma a cebada perceptible en los partidos nocturnos. El resto eran solares, si bien a cinco minutos en cualquier dirección, en ambas márgenes del Manzanares, nacían los mismos barrios populosos que podemos encontrar ahora. Respecto a Gárate, como puede apreciarse en el excelente reportaje, era un hombre humilde y orgulloso -con ese orgullo inquebrantable de algunos humildes-, de una altura moral que yo creo le servía para elevarse por encima de la fuerza bruta con que en aquellos tiempos tenía que enfrentarse con frecuencia. No me parece casual que los grandes delanteros centro de los setenta -Gárate, Quini, Santillana- fueran hombres nobles y de una calidad humana excepcional. Gárate, además, era reflexivo y levemente melancólico -Creo que mi carrera deportiva no va a ser muy larga, decía el tío con veinticinco o veintiséis años- fuera del campo, mientras que dentro era capaz de meter la cabeza entre los tacos rivales para peinar un balón. A Gregorio Benito, el central del Madrid de la época, uno de esos conspicuos animales con los que tenía que habérselas, le encandiló. Literalmente, le enamoró, porque soportaba sus asechanzas y embates sin perderle la cara y sin una sola queja, oponiéndole la astucia, la armonía del cuerpo y el primor técnico. Entre ambos nació una hermosa amistad y ambos acabaron cojos sus respectivas carreras. Si no me equivoco, ahí siguen, cojos y amigos, frecuentándose. Por último, no me resisto a consignar que, al margen de la memoria de momentos concretos, este reportaje me ha traído una fragancia de equipo grande, mantenido en el tiempo. Las gradas llenas, esas secuencias de ataque en que aparecen Adelardo, Luis, Irureta, Ufarte, Gárate, Alberto, los laterales, con el rival atrás, resistiendo como podía. Una fragancia que yo creía perdida para siempre hasta que apareció Simeone y lo cambió todo. Sirva lo cual para obtener la perspectiva necesaria a la hora de juzgar a las personas y los hechos.