Sonó el despertador y tuve la sensación de haber dormido muy poco, extraña para mí desde hace ya bastante tiempo, pues soy hombre de no más de seis horas de sueño. Extraño fue también ver a mi hija levantarse como si su cuerpo estuviera conectado al despertador por algún resorte; ella, que como joven, nunca tiene suficientes horas de sueño.
Mientras el agua de la ducha caía con estrépito, y ni siquiera me dejaba disfrutar de ese estado de somnolencia no apremiada por la expectativa de un día de trabajo, alargué mi mano hasta la mesita donde estaba el despertador. ¡Las seis y cuarto! La muy jodida, en vez de quitarle una hora al reloj, se la había añadido.
Así empezó el día en que fui a Anfield. Siguió con un tranquilo y bien servido desayuno inglés, en el que a fe que amorticé el caro precio que tenía. Eso sí, no llegué a amortizar el de mi hija, que se despachó con un zumito, un café y una especie de cruasán. ¡Qué derroche de diez libras!
Al salir a la calle, allá en Speke Aerodrom, fuimos recibidos por el frío de la mañana y el gris del cielo. Cuellos arriba y manos en los bolsillos, nos encaminamos a la cercana parada del autobús, que con británica puntualidad compareció a las nueve y diez de la mañana. Atravesamos largas avenidas de suburbios residenciales de medio y alto standing, que produjeron en mí una sensación similar a la que debió sentir Catalina cuando desde su tren divisaba las aldeas de Potemkin. Hasta tuve la sensación de que la familia asiática que subió tres o cuatro paradas después era un grupo de figurantes expresamente puestos por el municipio de Liverpool para nosotros.
Al bajarnos del autobús, la sensación de ficción se adueño aún más de mí, pues nos dimos de bruces con el Vines y el Adelphi. Me restregué los ojos con fuerza, y cuando volví a abrirlos me encontré solo. ¿Mi hija? Al cabo de quince o veinte segundos divisé su menuda figura muchos metros delante de mí. Como no podía ser de otra forma, estaba pegada a un escaparate. Se acabó la ficción. Con no poco esfuerzo, superamos la prueba de un gigantesco shopping centre, pero ya fue imposible escapar de la tentación de Church St. Un paraíso para ella, un infierno para mí. Cayeron las primeras libras. Pero algo bueno tuvo la incursión: toparnos con un puesto de la Royal British Legion. Intrigados, acudimos a él, porque vi que tenían esas florecitas de papel que, por la tele, veo en ocasiones llevar a los ingleses. Con amabilidad extrema y paciencia infinita, el comandante del puesto nos explicó su significado. Sin ser patriota ni por lo más remoto, sentí envidia, y no pude sino pensar en nuestra actual pelea simbólica entre la Doña Cuaresma de la memoria histórica y el Don Carnal de viva Franco por lo bajini.
Con la zanahoria de visitar la tienda de los Beatles (ya había pactado la no visita al museo), conseguí tirar de mi hija hasta el Albert Dock. Bello lugar. Bien trabajada su recuperación. Agradable espacio para pasear y tomarse algo, en el que vino a mi rescate el bueno de Quesada. Dos contra una, para la Tate. Visita al galope, pero muy placentera. Varias piezas de caza mayor me sorprendieron, pues confieso que iba sin información previa. Tras las compras de rigor y encontrarnos con el joven Capo Cañonero, nos encaminamos hacia Mathew St. Allí ya nos encontramos con buena parte de la expedición de los del humo. La primera y principal, Moira. Su vitalidad contagiosa obró el milagro, y mis ojos vieron lo que nunca pensé ver: ¡a mi hija cantando y saltando en medio de una calle! Al acorde de una guitarra, creo que cantaban y bailaban algo de un tal ¿Oasis?
La visita obligada a La Caverna, precedió a una más que satisfactoria comida en un recomendable italiano que está en lo que viene a ser la continuación de Mathew St. Con la barriguita llena y la garganta bien calentada por un buen vino y un magnífico espresso, llegó la segunda sesión de compras. Tras ella, el reencuentro con los amigos en The Grapes. Aquí sí puede encontrarse aún algo de ese ambiente que en el resto de Mathew St. ha desaparecido. Y más aún si allí ya te encuentras con el pleno de la expedición del humo. Rodeado por Chinasky, Marianux y su viuda, MLPD y etcétera, etcétera, etcétera, el gusanillo ya empezó a picarme. Pasaban de las cinco, y era como si Anfield me llamara.
Pero el bueno de Marianux, empeñado en que hiciéramos jogging por el centro de Liverpool, nos llevó con la lengua fuera al zoco de las entradas. He de reconocerle que me permitió conocer un pub espectacular. Edificio de principios del XX, que tenía toda la pinta de ser un buen ejemplar de art nouveau a la inglesa, o sea, con elementos más eduardianos que victorianos. Había clientes locales, aunque en clara minoría frente a los colchoneros, entre los cuales destacaban las imponentes figuras de la legión germana. Lo más impresionante de todo, los urinarios, oiga usted. Mármol puro, de ese jaspeado rojizo. Daba no sé qué mear allí.
Tras obligar a Marianux, Capo y Quesada a engullir de un trago sus pintas, al fin nos encaminamos hacia Anfield. Ya era noche cerrada y apenas si pasaba de las seis.
Un viaje muy rápido en taxi nos llevó delante del lugar tanto tiempo soñado, para ver lo tantísimos años anhelado: mi Aleti contra el Liverpool allí. Un campo que ya por fuera no defrauda a un nostálgico con propensiones melancólicas como yo. En medio de un típico barrio inglés de clase media baja es como uno de esos mausoleos que tanto cabrean al Cobo de turno y al que los propietarios de los equipos de fútbol sólo le ven los metros cuadrados de superficie y los cúbicos de volumen a construir. Compra de bufandas conmemorativas, de maravillosos fanzines (ojo al dato, Aviación) e intento abortado de visita a The Albert (una auténtica sauna pero alimentada por calor y vapor humanos). Un museo vivo, de esos que los profesionales del arte y la cultura se empeñan vanamente en producir.
Poco antes de las siete, entramos al estadio. Gradualmente, las gradas se fueron poblando. Enfrente de nosotros, el mítico The Kop, fue el último en llenarse. El estadio es como una caja de resonancia, que te lleva casi al trance cuando todo él, bufandas arriba, canta el You’ll Never Walk Alone. Debo confesar que lo canté. Verdaderamente emocionante.
Tan emocionante como el partido, en el que grité y canté como hacía muchos, muchísimos años que no ocurría. Y mi hija conmigo. Por momentos, cuando reparaba en ella, se me ponía un nudo en la garganta. Si mi padre nos viera a los dos…
Las pasamos bastante putas, hablando ya del partido. Somos como una manta pequeña. Si nos tapamos la cabeza, se nos hielan los pies; si nos queremos cubrir éstos, la cabeza al ventestate. Pero el martes, al menos, había un plan. Pobre, pero plan. Y aunque duela, porque dolor, y grande, produce ver al Kun en el banquillo, como también contemplar nuestra incapacidad para sacar un balón jugado y desplegarnos al contraataque con soltura, lo cierto es que a poco que se afine en defensa, es casi seguro que no se pierde al menos, porque con la calidad que hay arriba, alguno se acaba metiendo.
Con el furor de ver que en el último suspiro me arrebataban el final perfecto para mi sueño, salimos del campo. Pero enseguida retornó la calma, el sosiego, y una sensación de profunda felicidad, de haberme como quitado veinte o treinta años de encima. Aún hoy me siento un poco extraño. Es como si estos días no fuera quien soy ahora. Me encuentro muy, muy a gusto, como reconciliado conmigo mismo. Y más cerca de mi hija. Sólo me faltó allí la compañía de algunos, en especial de Vafe.
Gracias, Aleti. Gracias, fútbol.