Mi crónica: La nube de los sueños (perdón por la sábana)
La nube de los sueños
Podría escribir este relato en forma de crónica cronológica, podría narrar los momentos desde que a las 02:30 del miércoles 12 de mayo mi cuerpo empezó a generar adrenalina. Podría describir el vuelo de ida y los momentos previos en Barajas, cada rincón del aeropuerto lleno de aficionados. Podría intentar, y sólo intentar, transmitir lo que nuestras caras reflejaban, lo que nuestros ojos nerviosos, saltones miraban y no veían. Demasiadas circunstancias nos rodeaban, muchas se nos escapaban, otras las intentábamos atrapar.
Pero va a ser que no.
Podría saborear de nuevo la primera cerveza que devoré (en 3 bocanadas de aire, mucha era la sed) a la vera del Elba, húmedo, de orillas toscas, demasiada artificiales, mucho astillero, cargueros transportando mercancías como nunca un río español soñó jamás llevar por sus aguas.
Podría hablaros de los tímidos ingleses con los que nos cruzábamos, apocados incluso. En familia, muchos de ellos. Sin apenas distintivos externos, disimulando su alegría detrás de esa cara sonrosada, pálida. Podría hablar de los múltiples edificios acristalados, repletos de oficinas que conducen a la plaza del ayuntamiento, único lugar que aprecié en su justa belleza, quizás porque la ciudad hanseática no merece mucho más. Su torre de proporciones gigantescas, los canales que rodean su plaza, canales que no merecen ese nombre, que ayudan a magnificar los canales de otras ciudades europeas.
Podríamos llegar andando desde esta plaza a la zona más céntrica de St Pauli, barrio que podría estar situado a cien mil kilómetros del anterior, pero que apenas dista uno desde el ayuntamiento. Podríamos no dar crédito a la infinita sucesión de locales pornográficos (el término erótico se queda muy lejos de la realidad) con objetos de variadas formas y colores; de bares de disfrute de espectáculos en vivo, y aún incluso de tipos de Lavapiés que por allí pululaban como si fuera su casa (esas calles serán su casa, sin duda).
Pues en esta plaza ovalada, el usurero organizador del partido, decidió montar su carpa, su pantalla gigante, su tienda oficial, todo aderezado con música a un volumen desproporcionado, y con puestos de comida del lugar y bebida de la zona.
Menos mal, que siempre hay bares que merecen ese nombre, y a pesar de que el sol no se acercara a menos de mil kilómetros de allí, el tiempo permitió no dejar la calle en casi ningún momento, y beber a pie de acera.
Podría hablar de ese gaiteiro, que según pasaba el tiempo, desafinaba un poquito más, el alcohol proveía. Y de esa bandera gigante que me atrapó sin que me diera cuenta, mientras el gaiteiro seguía a lo suyo.
Podríamos hablar de las horas transcurridas, de las lenguas de trapo que iban surgiendo en las voces, de la impaciencia que se acercaba, del tiempo atemporal que vivíamos.
Podríamos hablar de la brillante idea que debimos tener el 95% de aficionados de ambos equipos al decidir coger el tren a la misma hora en el mismo sitio, camino a la gloria, es decir, al estadio. Podría hablar de aquellos minutos eternos encerrados en un vagón, en el que nunca pensé que podríamos caber tantos. Podría cantar lo que se cantó allí, podría golpear y jalear, podría haber acudido la polizei y poner el orden germano que allí no imperaba.
Podría andar el kilómetro largo desde Stellingen al Hamburgo Arena, podría haber comprado alguna entrada a su precio (o aún más barata, me atrevería a decir) si no hubiera llevado la mía.
Podría deciros que a esas horas, ya no tenía voz. Todo se había cantado ya, toda la cerveza estaba ingerida, toda la orina evacuada, y todo el hambre saciado.
Podría seguir esperando en los accesos al campo, detrás de una pareja madurita alemana, y delante de un borracho del Atleti con su botella de whisky vacía.
Podría buscar mi asiento y comprobar que estaba más que ocupado. Podría reubicarme en las escaleras cercanas al césped, junto con otros tantos. Podría volver a observar a la mujer de seguridad que no nos perdía ojo, y que acabó recibiendo besos de todo el mundo.
Podría destacar que se me pasó volando el pre-partido, aún más el partido, y me quedé con ganas de saborear todo el post-partido.
Podría seguir hablando con ese señor de Ibiza, acento mallorquín cerrado, los 50 seguramente no los cumplía, sonrisa de oreja a oreja, feliz, sin que dijera una palabra más alta que la otra. De los rostros pintados que se desdibujaban, del sudor, del continuo movimiento de las piernas, queríamos correo nosotros.
Podría ver hasta no cansarme jamás de como se desplegaba esa pancarta interminable con el “Cantemos con el corazón”, de esa bandera asturiana que observé en las alturas, de esa bandera alemana con el escudo rojiblanco.
Podría volver a cantar el himno, y si es el del viejo Metropolitano, mejor, el “oficioso”, el que más cadencia tiene. Podría pensar, como pensé, que esta vez era otro casi, que volveríamos de vacío de nuevo, que no estábamos haciendo nada, y que sólo notaba como los ingleses crecían y nosotros nos achicábamos.
Podría dirigir la mirada a la grada del Fulham, y escuchar ese maravilloso (porque también te pone los pelos de punta) “Come on Fulham” allá a lo lejos.
Podría dar la espalda al campo y querer no ver el partido, pero no quería perderme nada.
Podría haber comprado chucherías, ¡qué cosas venden los germanos en un estadio!, y haberme comido una salchicha. Podría haber simplemente bebido agua y refrescarme, porque sólo sentía sed, calor, agobio.
Y la prórroga llegó. Y esa ocasión en el que el balón no quiso entrar, y podría haberme quedado en el sitio, aún más cuando me arrollaron por detrás, creyendo esa gente que el balón besaba la red. Podría pensar que la suerte estaba casi echada, que sólo nos quedaban los penalties, que quizás el chico rubio, alto, impertérrito, todavía no veinteañero, estiraría su mano para rechazar algún lanzamiento.
Podría visualizar de nuevo el cruce impecable de Domínguez, central del siglo XXI, ese balón que continúa por esa banda izquierda tan lejana a mi ubicación. Podría detectar la figura fibrosa, escurridiza del Kun, el central anglosajón encorvado, sin atreverse a acercarse, creyendo intuir que nada bueno le esperaba.
Podría acordarme de lo que pasó a continuación y contároslo, pero desde ese momento, la vista se me nubló. Sólo me pareció ver un balón al que no llegaba el desgarbado cancerbero inglés. Pero sería mentir.
Puedo hablar de los abrazos, de los gritos, de las carreras, de los golpes, de los rostros desencajados. De una emoción infinita.
Puedo ser consciente de que el Atleti enfrío el partido allá dentro, en el césped, de que desde ese momento, no se jugó nada, algo habíamos aprendido desde ese 15 de mayo del 74.
Puedo confesar que el árbitro pitó el final, y que sólo pude llorar, agachado en el suelo, de rodillas, con la única visión de mi mano sobre mi cara; y el contacto permanente con el resto de gente, nunca nadie me tocó tanto en tan poco tiempo.
El tiempo se paró, todo había acabado ya, ¿o simplemente empezaba?
Podría contar como el resto de la noche (¿era de noche ya?, ¿y de qué día?), de forma injustamente veloz, se me pasó.
Podría obviar la actitud impresentable de los apropiadores indebidos y del supuesto director deportivo del Atleti en el post-partido. Y del comportamiento del príncipe que no vi.
Pero esa noche, esos momentos, eran nuestros. Y de todos los que hemos conocido a lo largo de nuestra vida, no sólo amigos, ni siquiera conocidos, con los que en algún momento hemos hablado del Atleti, de nuestro Atleti. De los que no están pero sí permanecen. De los que en España se quedaron, pero los llevábamos en nuestras mochilas.
Podría intentar describiros todo mi día en Hamburgo.
Pero no puedo. Porque lo que se siente, no se narra, se vive, se disfruta, se saborea, y cuando se recuerda, se sonríe. Y no hay foto ni palabra que lo supla.