No me lo esperaba. Prometo que, cuando llegó, me embargó la emoción de aquel niño que creció con él como referente y emblema del club que amaba,
pero era escéptico a la hora del rendimiento que podría dar. Meses
después me trago mis palabras. Su llegada se produjo en un momento
clave, con un Vicente Calderón absolutamente dividido. Unió de nuevo a
la grada y supo dotar de más sentimiento de pertenencia a un vestuario ya de por sí magnífico. Pero sus treinta años y temporadas pasadas hacían, al que escribe estas líneas, dudar de su aportación puramente futbolística.
Más de diez meses después, una lágrima cayó por mi mejilla. Porque
si hay alguien que ha luchado contra los elementos, a veces de forma
merecida y casi siempre de forma orquestada, ha sido él. Se me
caía la lagrimita viéndole galopar con descaro, rapidez y desequilibrio.
Viéndole regatear a defensas que tenían que pararle con entradas
aparatosas y desesperadas. Viéndole que, jugando al fútbol, estaba
sintiéndose feliz. Viéndole llevar la bandera del contragolpe y
capitaneando cada salida en velocidad del equipo de sus amores.
Disfruté, de verdad que disfruté. Como llevo disfrutando toda la temporada de un nivel óptimo de alguien que no pensé que recuperaría su versión media.
Él sabe que tiene un rol muy claro dentro del equipo. Pero no se conforma con eso. Entrena con 31 años como si tuviese 19. Quiere seguir creciendo y aprendiendo de la mano de uno de sus ídolos. Otros, a esa edad y con los bolsillos llenos para sus próximas cinco generaciones, se dejarían llevar. Él no. Trabaja igual desde hace quince años, busca la titularidad en cada entrenamiento y se desvive por ganar un título como rojiblanco.
No ceja ni se arruga. Si cae, se levanta. Si algo no sale, lo sigue
intentando. Su coraje y tesón le valen para ser reconocido cada domingo
en el Manzanares.
Ha cambiado de compañeros de viaje pero no de compromiso, siempre el máximo
Corriendo por el pasto verde de Anoeta,
me pareció ver a aquel pequeño rubio cargando un equipo a sus espaldas.
Ese chaval con el 9 que, diez años antes, tenía que hacerlo todo.
Sólo que a su lado ya no estaban Musampas y Pablos; a su lado estaban
los Godín, Koke y compañía. Ahora tiene el equipo que se merecía una
década atrás. Ahora está disfrutando de cada minuto que juega con el
escudo de su vida. Y eso se agradece, porque es como si cualquiera de
nosotros estuviésemos cumpliendo un sueño.
Ayer se me escapó una lágrima. Vi a un Fernando Torres diez años más joven, y eso me trasladó a mi más tierna infancia. Qué bonito era ser un niño. Gracias Fernando.