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El abuelo (y III)

Último artículo 29-01-2008 18:24 escrito por Rodris. 8 respuestas.
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  • 27-01-2008 20:37

    El abuelo (y III)

    Ahora que los días comienzan a ser más largos, ahora que los atardeceres vuelven a ser rosados en el este. Ahora que la semisierra me mira, morada y yacente, como entonces, los recuerdos de mi abuelo se destilan por el alambique de mi cabeza. Y me traen su espigada figura, su piel bronceada en el asiento del piloto, la calva hermosa sobre unos ojos amantes y una boca dulce. Aparecía siempre apacible junto al umbral de aquel jardín de infancia que era mi hábitat, extrañamente mixto para la época. Y es curioso, pero aunque probablemente me recogiera también en los últimos meses del año, no recuerdo salir a una sola calle oscura con él: siempre eran atardeceres soleados, días cada vez más largos. Ver su figura allí apostada interrumpía mi sofoco escolar, hacía que me olvidara de toboganes, babys y niñas, que cogiera su mano y que compartiéramos silencio, orgullo y camino hacia la casa de mi madre.

    Recuerdo una noche oscura a su lado, eso sí. Toda la familia sentada a la mesa hablaba a la vez, mientras él pelaba, en silencio, unas uvas pequeñas, tan verdes como dulces, y las iba dejando sobre mi plato. La televisión sonaba extraña en medio del alboroto, quizá porque aún no había repetidor y se cogía la señal con mucho esfuerzo. Además yo sólo conocía El Gran Circo, y ver a un solo señor en la caja, con casi tantos nombres como los payasos (José, María, Íñigo), me parecía un exceso obsceno y una usurpación terrible. Mi abuela dio la orden, Venga, venga, que ya empieza, y todos formamos frente a los platos, expectantes. Mi abuelo me tomó la mano y la acercó a las uvas. Con el primer golpe, me hizo agarrar una y llevármela a la boca, con suavidad y temple. Tomamos juntos una segunda, y la tercera, y yo ya empezaba a pasar apuros: siempre había usado piñones, y en mi estreno con las uvas los nervios me cerraban la garganta. Pero él se quedó conmigo hasta el final, y en esa atención para conmigo perdió cuidado por sí mismo, y al tomarse su undécima ésta le entró por mal sitio, y empezó a toser y convulsionarse, y yo a asustarme y tensar brazos y piernas. Reaccionó rápido y, tomando agua, recuperó su cuerpo y su dominio. Mi abuela emitió entonces juicio: Mal presagio, Felisín mío, y él respondió con media sonrisa No amor, mala uva, y todos sonreímos aliviados. Pero todos sabíamos que en el clan mandaba mi abuela, y por eso y con el susto su sentencia me pareció inapelable.

    Así comenzó 1974, año en que nacería mi hermano, y aquella primavera que vimos aún en blanco y negro. La segunda noche que recuerdo a la familia sentada en torno a la mesa, viendo la televisión, no había ese jolgorio y la imagen era más gris y difusa. Unos señores – digo señores porque a mí me parecían mayores –, vestían calzones grises y camisetas rayadas y jugaban al fútbol contra otros que iban más de blanco liso, aunque a éstos se les notaba el barro en el cuerpo. El partido debía ser muy importante para que lo televisaran, y para que ese miércoles las reseñas salieran a dos páginas en los periódicos del quiosco de Maxi, y para que mi abuelo tuviera esa chispa en los ojos cuando a él le gustaba el fútbol, pero no sabía yo que fuera de equipo concreto alguno.Yo ya me caía de sueño cuando el número 8 de los rayados lanzó una falta, y empezó a saltar como celebrando un gol. Debía ser muy sabio, porque lo vio entrar antes que nadie, y en mi casa nadie se sobresaltó hasta que mi abuelo dio un golpe con los nudillos en la mesa y mi padre, enarbolando el tenedor, saltó de su silla y gritó secamente Gol. ¿Has visto, Seve, esto ya lo tienen!, le sonrió mi abuelo, y se levantó para ir apartando la mesa. Pero no andaban ni repitiendo el tanto cuando el balón entraba en la portería de los rayados de forma extraña, como en un campo de tierra de los pueblos de alrededor en los que luego yo soñaría y jugaría a partes iguales, y la magia del momento se cayó desde la lámpara del salón y dejó un rastro de humanos tan perplejos como doloridos. Muchas veces he llegado a pensar que quizá si los otros hubieran marcado primero, las sensaciones habrían sido muy diferentes, el silencio esperanzador en vez de decepcionado, el empate justa recompensa en lugar de un Darwin inmisericorde. Pero el destino sólo lo conocemos cuando ya está escrito, y lo único que parecía mandar sobre sus giros era el genio de mi abuela.

    Así pues mi padre pasó un par de días lánguido y compungido, pese a que sus negocios notariales iban bien, mi hermano nos ofrecía maravillosas sonrisas mudas, mi madre era modelo amantísima y yo, bueno, no dejaba de ser un guaje que había salido a él. Lo de aquella noche debía haber sido muy importante. Mi abuelo, no obstante, permanecía sereno, con esa sonrisa etrusca impertérrita. Cuando vino a recogerme el viernes por la tarde, no pude guardar más silencio, Abuelo ¿tú no estás triste?, ¿Por qué, vida?, Por lo mismo que papá, y rió sano y contenido. No, Javi, no, a mí me gusta el deporte, me gusta que jueguen bien, y quedar campeones no siempre depende de ti mismo, ahí está Dios, y él nos quiere pobres o ricos.

    Como era viernes llegamos al quiosco de Maxi y entramos, y este preguntó ¿Cómo anda mi ratita?, y yo no dije nada, porque aunque todos le queríamos y las mujeres de Solosancho suspiraban por su bigote, sus patillas y su negocio, me incomodaban los mayores que se tomaban tanta confianza conmigo. Dice Gárate que se siente mal por el balón perdido, Señor Félix. No tuvo la culpa, le hicieron falta, el que debería sentirse mal es Reina por haberse despistado tanto. Bueno, ¡ése!, ya se acordará usted de que el Búquinjan sólo le sacaba en los partidos fuera del Camp Nou, ¡que menuda le liaba el público en casa después de lo de la Dinamo! Yo entendía que se referían a aquel partido que había dejado a mi padre alicaído, pero no reconocía los nombres ni los lugares. Mi abuelo, en cualquier caso, no perdía la serenidad, Déle al hombrecito unos regalices y dígame lo del mes. Cuando llegamos a casa, mi padre ya estaba extrañamente allí, y todo era silencio y tristeza, y yo pensé que un partido de fútbol no podía haber sido tan importante, pero los mayores se miraban, me miraban de reojo, se hablaban sin hablarse y yo me sentía pequeño y excluido. Mi madre me quitó la trenca y me condujo a mi cuarto, y aunque yo la notaba nerviosa, procuró mostrarse entera. Mientras me desnudaba y me ponía el pijama, me dijo sólo once palabras. El abuelo está malito, no sabemos cuánto durará junto a nosotros. Ese fin de semana, en la semisierra, no salió el sol ni un solo minuto. La siguiente noche que recuerdo volvió a ser frente a las uvas, de nuevo con toda la familia, esta vez además con El Chato y su hija a la mesa. El Chato era redondo, nunca apurado en el afeitado, de cuerpo embutido en piel grasa y telas bastas, de boina que por eterna pareciera tatuada en su cabeza. Era hombre bueno y esforzado, pero no tenía más entendederas que las que requería para pelar las ovejas, encontrar a los lechales el resquicio bueno en la nuca, y acometerles en el momento justo de su existencia para deleite de los paradores de la meseta hasta Madrid. Su hija no era más fina que él, pero la amistad con mi abuelo de toda la vida les hacía una compañía más que agradable.¡A ver si este año nos traen la Liga, que no van nada mal!, abrió El Chato por la banda. La Liga os van a traer, defendió mi padre, si lleváis ya dos años que nosotros y el Barca, y nosotros míranos, en la final de la Copa de Europa. Pero perdisteis, insistió El Chato sobre el área, y el Madrí es el Madrí…Perdimos ante el mejor Báyer de todos los tiempos, rechazó mi padre, que llevan tres años de campeones en Alemania, y mira cómo han ganado a la Holanda de Cruyff, que pensábamos todos que se llevaban el Mundial de calle. En mayo hablamos, echó El Chato el balón fuera. Para mayo seremos campeones del mundo, remató mi abuela, y todos nos reímos por la bravuconada, pero yo me acordé de su sentencia del año anterior y me dio una punzada entre el pulmón y la aorta. Miré a mi abuelo, que volvía a pelarme las uvas, de nuevo en silencio, en apacible sonrisa. Cuánto duraría junto a nosotros. Semanas después, un viernes por la tarde llegamos al quiosco de Maxi. Se habrá enterado, Señor Félix, que igual que el año pasado los holandeses dijeron que no iban y fueron los de la Yuventus, este año los alemanes dicen que no van y los suyos van a jugar la intercontinental! Sí, Maxi, lo sé, mi hijo ya está nervioso, dice que los argentinos lo ganan todo. Si es que siempre les toca bailar con la más fea, señor Félix, que parece que les hubiera mirado un tuerto. Bueno, mejor que te mire un tuerto y bailar con la más fea a que te mire la Guardia Civil y quedarte sentado en el baile.Cuando salimos de allí tuve que romper de nuevo nuestro silencio. Abuelo, ¿qué es eso de la intercontinental?, Pues que igual tu abuela y tu padre se hacen campeones del mundo. Un escalofrío me hizo visionar a mi abuela sentenciando, y creí que llevaba una maza en su mano, y que nos condenaba a todos a los designios que Dios la hubiera encomendado, y me acongojé y no volví a hablar en toda la tarde. Casi dos meses después, el periódico decía que habíamos perdido contra un equipo de nombre español pero muy lejano, y aunque los mayores hablaron de ello bastante, yo me enteré de perfil, y en aquél momento no supe si Avellaneda era un pueblo de Castilla La Vieja o La Nueva, porque cuando hablaban de geografía tampoco sabía lo que querían decir los nombres, que mi primer año de parvulario no daba entonces para tanto. Entrados de nuevo en la primavera, un jueves por la mañana desperté demasiado tarde. Estaba algo aturdido, mi madre me había dejado dormir extrañamente en medio de la semana, y la luz ya entraba por la ventana de forma absoluta, la habitación blanca hasta el dolor. Aún en pijama, descalzo pese a los fríos baldosines del pasillo, llegué al comedor, donde mi abuelo estaba sentado a la mesa, charlando relajado, y mi abuela le cortaba algo de pan y chorizo. Mira, hoy va a estar descansado, Dónde está mamá, por qué no me ha llamado, Ha salido a la compra, Por qué no me habéis llevado al colegio, Hoy vas a Madrid con tu padre, ¿Y el abuelo? Os llevo con el seíta. El seíta era un 850 blanco que mi abuelo cuidaba con mimo, como se cuidan los objetos valiosos, las casas, las plantas. Me quedé jugando a las chapas en mi cuarto hasta la hora de la comida, ganando imaginariamente a Gabriel, que debía estar haciendo lo mismo en el patio del colegio. Mi padre llegó sobre las tres y media con un hornazo bajo el brazo, y saliendo de casa ya con nosotros lo echamos en el asiento de atrás del SEAT, junto al transistor del abuelo, los prismáticos de mi padre y un par de bufandas de lana. Yo había temido que fuéramos al médico, porque era lo único para lo que mi abuelo viajaba a la capital, y no entendía por qué llevábamos comida y aparejos tales. Mi padre y mi abuelo no pararon de hablar de fútbol desde que entramos en el coche, pero yo apenas oía, en parte por el ruido del viento y la velocidad del coche, y en parte porque siempre se me taponaban los oídos al dejar a un lado los Cuatro Postes y la muralla. Pasado Guadarrama, paramos a echar gasolina, y con mi abuelo charlando ya con el gasofa, mi padre desde el asiento del copiloto se giró: ¿Estás preparado? Y yo asentí con la cabeza, apretando los labios, porque finalmente entendía que esto iba conmigo, que íbamos a algo bueno, importante, nuestro. Sólo tenemos dos entradas, así que intentaremos que pases de gratis. Si no lo conseguimos, tu abuelo te dará la entrada y se quedará esperándonos, para que veas cómo te quiere. Yo no salía de mi asombro, y la intención de mi abuelo nunca se me olvidaría. Sentí tanta angustia de pronto como cuando mi abuelo se había atascado con las uvas, y el respingo me duró hasta que, entrando en Madrid por el Paseo de Pintor Rosales, llegamos por callejuelas varias a San Francisco El Grande y aparcamos: por cuidarme, se le volvía a ir un poco de vida.El paseo que dimos hasta el estadio me dejó igualmente silencioso. Nunca había visto tanta gente en la calle. Mi abuelo me sujetaba la mano, no fuera a perderse con ella el resto de mi cuerpo, y sorteábamos el tumulto con la misma excitación, las mismas miradas entre desconocidos, y de pronto la misma banderita de plástico y preciosas rayas horizontales. No están bien, pensé, las de mi equipo son de arriba a abajo, y caí en la cuenta de que ya era de un equipo, como era del colegio, como era de la familia, como si fuera lo más natural del mundo. Con esa misma naturalidad pasé entre los torniquetes, con mi abuelo sin soltarme la mano, y no recuerdo si mi padre aludió a sus poderes notariales o a los de la billetera, pero entramos los tres sin demora y yo me sentí de nuevo aliviado. Del partido recuerdo pocas cosas, lo hipnótico de los focos, un escudo enorme como en madera con un oso y un árbol y estrellas y más franjas, éstas bien puestas, allí donde ahora hay un marcador electrónico, un césped verde oliva con irisaciones marrones, como los ojos de mi padre, y unos señores –porque a mí me parecían mayores– que llevaban las mismas rayas que había visto un año antes en la televisión, pero esta vez en unos colores brillantísimos, tan bellos como es posible imaginarlos, la camiseta metida por el pantalón y el pelo corto excepto uno. Y recuerdo caderas, cinturas y espaldas, y señores con gorrilla y uniforme gris que se parecían a los de la semisierra pero más delgados, y mi padre gritar Gol y abrazarse a otro señor, y entre abrigos y chaquetas ver a uno de los jugadores dar la mano ceremoniosamente, como los hombres derechos, al que había marcado, como los escaladores se felicitan en la cumbre, como mi padre cerraba los tratos, como el abuelo pagaba a Maxi. Y recuerdo a mi padre mirando por los anteojos y diciendo La va a sacar Heredia y otra algarabía, y el abuelo cayendo al suelo como exhausto, a cuatro patas. Mi padre, el desconocido y yo creamos en un instante un mundo aparte dentro del alboroto y nos volvimos hacia él, yo terriblemente asustado, viendo cómo boqueaba y movía el brazo derecho tanteando el suelo. ¿Estás bien papá?, ¿te has hecho daño? ¡No hombre, no, que se me ha caído el transistor!, y de nuevo la uva había pasado, aunque el susto quedase dentro para los restos. Ya en el camino de vuelta al coche sólo recuerdo entre nosotros el silencio, el orgullo y la mano de mi abuelo. En cuanto volvimos a salir de Madrid, me quedé dormido. A la mañana siguiente, mi abuelo se levantó, como yo, muy tarde, pero él visiblemente cansado, como si entre ayer y hoy hubieran pasado cien años. Desde entonces, cada noche parecieron pasar cien años más y otros cien, hasta que semana y media después dejó siquiera de levantarse. Cuánto duraría con nosotros.Unos días después, una tarde me vino a recoger mi madre con la hija de El Chato, y pese a estar ya a finales de abril no recuerdo que hubiera sol, ni que el día fuera tan largo.   Ahora que los días comienzan a ser más largos, ahora que los atardeceres vuelven a ser rosados en el este, hemos perdido en Lyon el que hubiera sido mi segundo título europeo, el primero en vida. Y tres días después, el lunes 5 de mayo de 1986, me han confirmado que sí, que es metástasis, y no sé cuánto duraré entre nosotros. Haciendo alarde, en estas casi dos decenas de vida he visto una intercontinental, dos ligas, tres copas, una Supercopa y he sido subcampeón de la Recopa de Europa.Por recomendación de mi padre, me han colocado un testamentario y un terapeuta. Con éste no hago más que hablar de mi abuelo, o me imagino llevando a mis nietos un día al estadio y haciéndoles campeones del mundo, y él dice que es comprensible mi obsesión con el fútbol, que soy demasiado joven para la que me ha caído y no debo perder la esperanza, y que hago bien en evadirme, recreando un pasado mágico o imaginándome un futuro brillante. Él no sabe que mi pasado fue verdaderamente mágico, el año y medio en que tuve conciencia y la mano cogida por el abuelo. Y el futuro, como he dicho, sólo lo conoce mi abuela. Así que esta noche la he rezado, por si acaso estas cosas funcionan, y le he pedido que me absuelva de su genio como buen nieto que he sido, y que ya que estilo calva como él, me permita morir como hizo mi abuelo: hermoso, digno. Campeón del Mundo. Tampoco tengo otro deseo que pediros a vosotros.

     

    Esta era pues la última voluntad del testador, lo que atestiguo haber comunicado a los familiares a 29 de junio de 1987.

     

     

     
  • 27-01-2008 21:01 en respuesta a

    Re: El abuelo (y III)

    Relatos así hacen que poca importancia tenga que hoy haya perdido el Aleti. Gracias, suki.

    Bien hallado, aquí o en las faldas de Gredos.

  • 27-01-2008 21:17 en respuesta a

    Re: El abuelo (y III)

    Como siempre.-Enorme. Un gran abrazo.

    Tzungany
  • 27-01-2008 23:36 en respuesta a

    Re: El abuelo (y III)

    Muchas gracias.

    ¡Soy un hincha del Aleti,lo estreche con lazo fuerte y su amor fue mi Bandera!
  • 28-01-2008 0:03 en respuesta a

    Re: El abuelo (y III)

    Gracias por este escrito. Te lo dice un abulense de corazon 

  • 28-01-2008 14:19 en respuesta a

    Re: El abuelo (y III)

    ¡Coño, Solosancho! Ahí tenían una casa unos tíos de mi parienta. Horrorizado recuerdo el mío de este pueblo abulense. En mi primera y veraniega visita, entre el calor y las moscas casi me desmayo. En la segunda, a recoger enseres de los familiares muertos.

    Lo que es la vida. Lo que para ti significará el pueblito, y lo que yo asocio a él.

    De lo demás, qué decirte que tú ya no imagines. 

    Saludos colchoneros
  • 29-01-2008 17:50 en respuesta a

    Re: El abuelo (y III)

    Muy bonito, Suki.

    Gracias!!

    Ven Capitán Trueno, haz que gane el bueno...
  • 29-01-2008 18:04 en respuesta a

    Re: El abuelo (y III)

    Es curioso que sólo os hayáis quedado con la geografía, para mí no era más que un escenario. También mi parienta en pecado me descubrió estos sitios que yo he usurpado para el relato, pero ya sabes que ya no hacen las moscas como antes.

    Mi vuelta al foro por otro lado ha sido para mí el regreso al hogar donde nada cambia y todo va desapareciendo...
    Y sólo es por los que ya sabéis que he querido hacer esta visita, ha sido un placer veros a todos un ratín y echar de menos a los que no he encontrado

    Cuidaos mucho, que vosotros (los que ya sabéis) sí que sois grandes.
    Un abrazo

    Antonio (Er Zuki)

  • 29-01-2008 18:24 en respuesta a

    Re: El abuelo (y III)

    De solosancho ??

    Estamos cerca, yo soy de balbarda !!!

    Gran relato, tuviste suerte de vivir momentos asi..

    Sabiendo que cuando canto, suspirando va mi suerte..
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