El Atlético volvió a su sitio. A la Liga de Campeones, la competición que le corresponde por escudo, por corazón y por presupuesto. Al lugar que su mediocridad reciente le negó tantas veces. Porque la vulgaridad rojiblanca convirtió en una costumbre no entrar en Europa. Y alcanzar la competición principal, en una quimera. Tanto que jamás la ha probado en el nuevo formato, con tantas plazas abiertas por país. La última vez ocurrió en 1996, cuando sólo entraba el campeón. Doce años, una generación entera. Los niños no han visto ganar al Atlético. Escuchan sus gestas y las creen por fe, pero no las han tocado. Lo de ayer en el Calderón no fue ganar, no fue un título, pero a esa gente le supo como tal. Es lo más importante que han disfrutado en los últimos años. De la adolescencia para abajo, el día deportivo más grande de sus vidas. La normalidad convertida en una proeza. La obra del Kun, el chaval que derrotó todos los prejuicios, incluidos los de su entrenador, que se cargó el equipo sobre la espalda y le dio el plus de calidad, goles y victorias que ayer celebraba el Calderón con tanto entusiasmo. El sueño que dejó plantado Fernando Torres hace un año, logrado al primer intento tras su marcha gracias al argentino. Y eso que ayer el triunfo sobre el Depor no llevó su firma, sino la de Forlán, su mejor socio. El partido sí contó con el sello del Atlético actual, el juego irregular y los sudores, el equipo acorralado, el tiro al palo del rival en el último suspiro… Pero sin jugar bien, el Atlético enseñó una ganas inequívocas por ganar. Muchas veces, eso es suficiente. No le conviene olvidarlo.