Cuando me encontré ayer a eso de las 9 de la mañana en Benavente con los restantes miembros de la Sección Norte, el alférez Vafe me echó la primera bronca: cómo se puede llegar a una expedición cantando el himno de otro equipo, por mucho que en él juegue nuestro Niño y acabe de laminar al Madrid. No, si tú eres más red que rojiblanco, me espetó.
No había pasado ni un cuarto de hora de marcha, y me cayó la segunda: no se admiten derrotistas cuando se inicia una expedición, y más a tierra extraña. Y todo porque, a la interpelación de un nuevo número de la Sección, acerca de cómo veíamos el partido, con mi natural pesimismo, tan automático como inocente respondí sin dudar que nos veía haciendo compañía a los merengues en la cuenta de la autopista paneuropea. Vamos, que pensaba yo que si ya nos cuesta circular por las carreteras nacionales, puestos en una vía de alta velocidad, aunque fuera para competir con un Lusitania 8V, no veía yo al equipo.
Pero todo sea por la causa. Acepté sin rechistar el reproche y me hice sano propósito de enmienda. ¡Hala, tomad este CD y poned el himno del Aleti! (pequeña venganza, propia de gente ruin: antes de que éste llegue, hay que pasar por el de los rojos).
La buena carretera y el extraordinario día de primavera ibérica, hicieron que casi sin darnos cuenta nos presentáramos en la ciudad del Douro. Hacía años, muchos, que no la visitaba, y me habían dicho que entre los fondos europeos que han regado la Península Ibérica y aquello de la capitalidad cultural europea, había cambiado mucho. No fue tal la impresión que saqué atravesándola casi entera de norte a sur en el coche hasta llegar al hotel. No obstante, luego pude ver que de Aliados para abajo, o sea, hasta la Ribeira, las cosas sí habían cambiado, y para bien. Aquello ya no era lo más parecido a mi querida Nápoles que en la memoria guardaba.
Con fruición cañearon todos, menos yo y mi maltrecho estómago, que, fieles al reparador vino, tuvimos que conformarnos con una especie de San Simón disfrazado de Torres aeroportuario. Costó que el personal, ahora unido a un numeroso grupo procedente de la villa y corte, arrancara en busca del almuerzo, que realizamos con dignidad en el lugar que correspondía a la ocasión: en plena Ribeira, al aire libre, con las bodegas de Gaia al fondo, y rodeados de merluzos (lo digo por las merluzas que muchos de ellos llevaban y los restantes parecían con denuedo querer coger, que nadie se me ofenda). Eso sí, al muy módico precio hubo que añadir el coste insoportable de una tardanza en servir cercana a la eternidad, consecuencia lógica de elegir lugar tan propio del acelerado y nada exigente turista futbolero.
Poco hay que contar de la sobremesa. Mientras unos buscaban con denuedo orujos y cubatas, uno, que es ajeno a este tipo de espritualidades, disfrutó de un vino típico del lugar a modo de copa. Herejía, sin duda, la que cometí. Pero asín de raro que es uno.
Mientras ya la reunión más amplia se disolvía, a causa de las distintas localidades y velocidades que llevábamos, la Sección Norte, con la sola adición de Quesada, se encaminó con parsimonia hacia O Dragao en el moderno Metro oporteño. El viaje, pese a ser corto (sólo 4 estaciones), fue un suplicio. Lleno hasta los topes y encima soportando a un becerro colchonero que para acompañar los cánticos de la grey aporreaba sin cesar una chapa situada sobre mi cabeza y encima de la puerta. La ansiada salida del subterráneo nos puso a las puertas mismas del estadio, donde en espera de alguien que debía llegar pero no llegó, pasamos cerca de media hora rodeados de más merluzos y de un pelotón de antidisturbios lusos, vestidos de riguroso negro, y equipados a modo de Terminator, cuadrados como él y con cara de pocos amigos.
Entre algunos miembros de la expedición, por malinterpretar triviales respuestas de déjeme-usted-en-paz-forastero por indicios de rígido control cuartelero, cundió el miedo a que no nos dejaran acceder a nuestra localidades, obtenidas de forma inverosímil por ese gran facedor que es el alferez Vafe. Se tomaron las debidas precauciones, es decir, las que recomienda el manual del buen comepipas para este tipo de situaciones, y camuflados de castañeras portuguesas, nos encaminamos a la puerta de entrada, donde, como suponía, se demostró que todo era fruto de un simple malentendido.
El estadio, la verdad, es sencillamente estupendo. Bien diseñado, cómodo y con una visión magnífica de la cancha. Aunque es lo menos que debería esperarse después de haber aflojado 80 euros del ala. Al poco, el alferez Vafe me sañala, alarmado, al videomarcador: mira, que Forlán está en el banquillo. Entonces ya pude dar rienda suelta a mi pesimismo: o nuestro goleador está más quemado que el palo de un churrero, después de correr lo que no está escrito contra el Barça y el Madrid, o Abel hoy se ha puesto el disfraz de entrenador. O ambas cosas a ala vez, que no son incompatibles. Los 10 primeros minutos del match ya me hicieron venirme definitivamente arriba (léase bien: abajo): jugábamos con menos tensión que los electrodoméstios de mi suegra, que sigue, erre que erre, aferrada a su línea de 110. ¿Pretenderán dormir el partido para, cuales astutos zorros del desierto, lanzar un zarpazo seco y profundo cuando la noche ya sea dueña plena del valle del Douro?
Cuando el uruguayo empezó a calentar en el descanso, el personal se vino arriba. ¡Ése era el plan! Ahora van a ver estos lusos ilusos quiénes somos nosotros. Todos los que me rodeaban, como yo, vinimos en apreciar que el capitán había hecho muchos méritos para irse, incapaz como estuvo para cumplir con un mínimo decoro la función para la que justamente más dotado se le supone sobre el campo, aunque había algún otro que daba síntomas inequívocos de estar sorpendentemente para el arrastre, como el afrofrancés. La presencia de nuestro rubicundo goleador supuso todo un golpe: en cuanto, con él, quisimos echarnos un poco hacia arriba, el partido se tornó de aburrido y cansimo en un choque casi calcado al que padecimos hace 15 días en el Calderón. O sea, que el rey está desnudo, y el bueno de Abelito sólo había intentado hacer de la pura menesterosidad virtud teologal, digo táctica. El posterior ingreso del timorato Miguelito -lamentable su piscinazo, por cierto- y del timo portugués llamado Manísh (así pronuncian allí su nombre), fue digno colofón a esta indigna eliminatoria, en la que lo único presentable ha sido un engañoso marcador, que igual algún día hasta le sirve a algún jeta para alardear de que en el año 2009 nos fuimos de Europa sin haber perdido partido.
El regreso al hotel fue pronto: desoyendo los consejos dados por la megafonía, salimos con el público local, y con él regresamos hasta el hotel en el Metro, ahora algo menos apretujados, en armoniosa convivencia y amena conversación futbolística con seguidores del Oporto. Cenamos con decoro y tranqulidad en el hotel, como corresponde a provectas gentes de orden, donde volvimos a entablar charla futbolera con camareros y huéspedes lisboestas, seguidores éstos del Benfica. mientras todos veíamos las imágnes del resumen de la jornada europea en la tele del bar. Una vez más, saqué de la gente de Protugal la misma impresión: gente en general muy educada y extremadamente amable, con la que nunca he tenido problema en entenderme. Y por supuesto, mucho más honrada que la de la muy civilizada e imperial Britannia, por ejemplo.
Con las mismas, hoy he vuelto a casa. Ahora, con la justa ansiedad, que es por tanto más bien poca, a esperar el partido del domingo; esto es, el partido clave de siempre. Ya me entienden: albarda sobre albarda...