Con Reyes
se va del Atlético una de sus más hermosas aventuras. La del gol junto
al primer palo en la Supercopa de ante el Inter o la del pase imposible a
Forlán de donde no había nada que rescató a los
madrileños en Liverpool de una eliminación segura y los metió en la
final. La del prodigioso triple amague en una esquina del área que mandó
al suelo al donostiarra Carlos Martínez y anunció un servicio delicado para Mario
antes del mejor gol, o uno de los mejores, que ha contemplado el
Calderón en los últimos años. Eso al menos lo retendrá la memoria.
Reyes llegó mal al Manzanares, con el estigma irreparable de poner dinero de su bolsillo para vestirse la camiseta del Madrid
antes que la rojiblanca. Aterrizó por un precio excesivo, de esos
sospechosos de falsedad que tanto abundan en esa casa, y se echó a la
gente encima con una carcajada incomprensible, de complicidad, con
viejos ex compañeros del Madrid en otro derbi doloroso para el Atlético.
Reyes quedó sentenciado. Llegó a escuchar el lamentable “muérete” con
el que los ultras ensucian a sus anchas las gradas del Calderón. Pero
tras una temporal fuga a Lisboa, de la comprensiva mano de Quique Flores,
su técnico también en el Benfica, el sevillano dio la vuelta a todo. Se
instaló en la banda derecha del centro del campo y desde allí, a pierna
cambiada, transformó los silbidos en aplausos y su juego anárquico y
desesperante en ráfagas continuadas de talento.
“Reyes desgasta mucho, pero te compensa”, fue la primera declaración
de intenciones del entrenador que devolvió al Atlético al territorio de
los títulos. Cultivó y cuidó la única neurona conocida que habita en el
cerebro de Reyes, la activó con las dosis justas de caricias y exigencia
y dio rienda suelta (como consiguió Luis en la selección) así a su
descomunal talento. Reyes cuajó dos temporadas maravillosas, se
convirtió en un jugador trascendental (bien que lo sabía Mou cuando ordenó a Arbeloa
castigar sus tobillos en la eliminatoria copera del año pasado), se
ganó un lugar indiscutible en La Roja (no concedido por un veto camino
de convertirse en legendario) y hasta volvió al tosco Ujfalusi en
una locomotora fascinante, en un carrilero derecho de influencia
defensiva en los asuntos de ataque y uno de los favoritos de la
hinchada. Fundaron una sociedad inesperadamente deliciosa. Pero sus
pases también descifraron y agrandaron al Kun y el poco tiempo juntos que Manzano les dejó este curso al asturiano Adrián.
Fue Manzano, más por incompetente que por perverso, el que devolvió a
Reyes al escenario del futbolista insoportable que había sido. Justo
cuando el ya sevillista renunció a marcharse al Galatasaray y, en plena
desbandada de otros iconos, prometió compromiso eterno y tocó la fibra a
la gente recordando su inolvidable muestra de lealtad en el Camp Nou,
cuando, 45 minutos después de perder la final de Copa, aún lograba
imponer sus cánticos de aliento sobre los de la afición ganadora. Justo
después de que el club le calzara el diez en la camiseta y le enredara
la cabeza con señuelos de ídolo mayor. Justo entonces, llegó Manzano y
le volvió secundario. Primero le quitó de la demarcación desde la que se
había reencontrado con su mejor fútbol y luego le fue sustituyendo con
frecuencia hasta mandarlo directamente a la suplencia. Reyes volvió a
tener que manejar más la cabeza que las piernas, exactamente la parte
menos dotada de su cuerpo. Poco a poco fue encendiéndose su egoísmo, su
carácter simple y caprichoso, lo peor de su personalidad. Reyes acabó
insultando de mala manera al entrenador tras un cambio en San Mamés y se
perdió para siempre. Se distanció del técnico, de sus compañeros, de su
profesionalidad y hasta de sí mismo. Volvió a dibujar incluso esa
sonrisa desesperante que le sobreviene en las situaciones más
inoportunas (otra vez en el Bernabéu en medio de una goleada en contra) y
a exhibir fotografías fuera de lugar tras alguna derrota. Sólo la
hinchada conservó su agradecimiento hacia un jugador especial y mágico
que puede ser corto, pero no malvado. Pero Reyes decidió rendirse y
fugarse, no esperó siquiera a la llegada redentora del Cholo.
Pese al clima general por desacreditarle, el Calderón le ha dedicado a
Reyes reverencias hasta el último minuto. Le ha declarado decididamente
uno de los suyos.
Hoy ya es jugador del Sevilla por un precio irrisorio, pero en el
fondo irrelevante (en esa casa, convertida en agencia de futbolistas por
el dueño de las acciones, lo que importa es el movimiento constante de
jugadores, no tanto su rentabilidad oficial o la veracidad de sus
cifras). Lo grave una vez más es que el Atlético pierde talento, mucho
talento, pero sus gestores se frotan las manos. La afición adoraba a
Reyes y eso, a ojos de los que mandan, termina por convertirse en un
inconveniente. Por mucho que ahora se cobijen en el populismo que
arrastra Simeone (pieza fundamental del santoral rojiblanco y con
razón), a los propietarios no les interesa que el personal se encariñe
demasiado con un solo tipo. Por eso festejan la salida de Reyes (lo
celebran incluso sus aliados mediáticos). También el Sevilla y hasta la
selección, que, fuera ya del Atlético, lo recupera como uno de sus
posibles. Pero los ciudadanos rojiblancos pierden otro tesoro. Y no le
quedan muchos.
http://www.sportyou.es/blog/futbol/2012/01/05/reyes-o-el-penultimo-disparate-393606.html