Anverso
El tío Pepe, viejo republicano, vividor y buscavidas, que pasó sus mejores años en el Metropolitano, ora como hincha colchonero, ora como propietario de galgos que volaban por la pista de ceniza; el Diego, vecino de puerta y operario de la rotativa del ABC; el diminuto Federico, con su mostacho franquista y su permanente malhumor, forjado a base de horas y horas de contable en una oficina que siempre he imaginado triste y oscura; César, el policía municipal de cuerpo enorme; Jesús, siempre en guardia, atento a todo y a todos, en exceso responsabilizado por un cargo en realidad trivial; su oronda y sonriente mujer, de cuyo nombre no me acuerdo, pero que era la única fémina del grupo. Con ellos y otros veinte o treinta más a bordo del decrépito autocar de Valentín, desde la plaza Moret, oficialmente de José Piernas, allí donde nacía y moría el 1, partí rumbo a Gijón. Era un sábado de abril del 73. Mi segundo partido fuera de Madrid. El primero fue el de Sabadell en el 70.
Nada recuerdo del viaje hacia la que luego sería mi ciudad. Sí me acuerdo, y bien, del hotel en que nos alojamos. Recién inaugurado, los muebles olían a madera y el cuarto de baño como a cemento. Estaba en una calle estrecha y oscura, con mucho tráfico. Carretera de Villaviciosa se llamaba entonces. Un lujo para la mayoría de nosotros, aunque fuera sólo de dos estrellas. La calefacción estaba puesta y no sobraba.
Mañana del domingo fría y gris, por momentos, negra. En seguida, agua a mares. La espera por mis primos en el hotel se hace larga. Son ellos quienes han reservado las entradas y los que deben guiarnos por la ciudad. Apenas si podemos asomarnos a la playa: llueve a jarros y hay viento racheado. Directos al puerto. Parrochas y calamares para acompañar la sidra en La Darsena. Luego, en el bar Tineo, problemas para acomodar a tantos comensales. Alguno comió en la barra. No muy buenas caras de algunos parroquianos. Incluso alguna discusión que otra, entre gritos que quieren alzarse unos sobre otros de ¡Sporting! y ¡Aleti! Se palpa la tensión. La Segunda amenaza a los unos, el título está al alcance de los otros. Con la sustanciosa fabada, llegó la calma.
Milagrosamente, la lluvia cesa camino del estadio. Espera casi eterna en la grada, comidos por los nervios. Salta por fin el Aleti al campo. Bronca de campeonato cuando saludan los nuestros desde el centro. Al instante, ovación cerrada para los locales. Ambiente de partido grande. El mayor de mis primos intenta acojonarme señalando a Quini, Megido y Churruca. Pelotea el Aleti delante de nosotros. Improperios contra Luis (“¡mono, pies planos, jorobu!”).
Empieza a rodar el balón. El Aleti defiende en nuestro fondo. Salida en tromba del Sporting. Sus extremos son cuchillos. Nos cuesta salir de nuestro campo. Sube la presión al ritmo de unas palmas de ritmo extraño, que años más tarde se me harán muy familiares. Aguantamos como podemos. No parece el día del Aleti. A falta de pocos minutos para el descanso, llega lo que parecía inevitable: buena jugada de toda la delantera local y remate a gol de aquel moreno con pinta de “bailaor” llamado Megido. Mis primos, por sportinguistas y barcelonistas, me toman el pelo durante el descanso.
Se reanudan el partido y la lluvia. Enseguida las cosas se ponen aún peor: el “bailaor” nos endosa el 2-0. El delirio a nuestro alrededor. La grada echa humo y los que nos rodean se dirigen a nosotros con palabras y gestos de burla.
Llega la jugada clave del partido –irán unos 10 o 15 minutos de la segunda parte–. En pleno dominio local, Churruca cae en el área del Aleti. El graderío salta como movido por un gran resorte. Gritos de ¡penalty! Los jugadores locales medio se paran es espera de la señal del árbitro que hubiera resultado fatídica para nosotros. Pero el árbitro ordena seguir el juego. Capón despeja en largo, y provechando el despiste local, el Aleti monta por fin un rápido contraataque, que termina con pase de Gárate a Salcedo, ingresado en el campo tras el descanso –creo que por Alberto–. El interior no perdona. Bronca monumental, pañuelos al aire, pero estamos en el partido de nuevo.
Empezamos por fin a pisar el área contraria con frecuencia, pero sus contragolpes son una amenaza constante. Emoción a raudales. El agua me chorrea por todos lados. El impermeable deja de serlo.
Faltan no más de cinco minutos. Capón entra por su banda, y envía un centro cerrado y muy bombeado, en apariencia nada bueno. Pero allí está Luis, en el segundo palo, para hacerlo inmejorable: baja el balón y desde cerca fusila. Saltamos y gritamos en medio de la protesta generalizada: están pidiendo mano de Luis. Busco al árbitro. Está en el centro del campo. Un cigarro, por favor.
El partido se ha tornado ya una locura. El campo es un clamor contra el árbitro y el Aleti. Jalean hasta las faltas de los suyos. Nuestras gargantas se rompen queriendo empujar a los nuestros hacia una meta que hace media hora parecía ya inalcanzable. No nos damos cuenta de que es inútil: somos uno contra mil.
Pero no lo somos sobre el verde. De nuevo Capón sube al ataque. Los locales, entre agotados y despistados, no tapan bien. El lateral mete un pase a Luis. Con su zancada tan poderosa como desgarbada, el de Hortaleza se planta en el área y con su característica sangre fría cruza a la red. ¡Es el minuto 90!
No tengo palabras para describirlo. Sólo sé que me he roto la garganta gritando gol; que me he fundido con otros cuerpos, empapados como el mío, en un extático abrazo; y que así, unidos, hemos saltado y cantado. Cuando he visto a los nuestros abrazarse en el campo, mientras los rivales querían comerse al árbitro, he roto a llorar. Hemos ganado.
Con el corazón aún latiendo en la garganta, he vuelto al hotel. Café hirviendo, por favor. Despedida de la parentela. De inmediato a la habitación. Una ducha bien caliente. No ceno: tengo la fabada en la garganta. Oímos el transistor. El Madrid ha empatado en casa y el Barça ha palmado fuera. Los hemos cazado en la clasificación. Hablan de arbitraje anticasero en Gijón. Que os den. Me cuesta conciliar el sueño. A la excitación del partido se ha unido la producida por el café. Pero no puedo salir de la habitación, porque mi ropa y mis zapatos se secan junto al radiador. Me levanto muy despacito, para no despertar al bueno del Diego, que duerme como si quisiera resarcirse de tantas noches de rotativa. Me asomo a la ventana. No hay ni un alma en la calle, sobre la que sigue cayendo la lluvia. Entre dientes, musito el himno del Aleti. Vuelta a la cama. Cierro los ojos y veo una y otra vez los goles de Luis. El sueño, no sé a qué hora, por fin ha venido a cerrar esta inolvidable jornada.
Reverso
Gijón, a 16 de junio de 2008
Querido amigo:
Te hago llegar esta postal para que veas que me acuerdo de ti, a pesar de que hace tiempo que no nos vemos ni hablamos. Satisfago con ella una antigua deuda y a la vez deseo que la consideres una invitación formal a que la próxima temporada vengas conmigo a compartir un Sporting-Aleti.
Tuyo, afectísimo,
Ozemaria