Y aprovecho pa publicitarme, con Jose Antonio Fúster:
A la hora justa de partido, hay un cambio en
las filas biritish. El primo del chaval más jovencito que falleció en
aquél incidente de Heysel, donde también estaba como figurante el
ex_señor platiní, camina a buen paso hacia la banda. Casi la mitá del
Fondo Norte, le jalea y, del resto del Estadio, va arrancando unos
dignos aplausos. Que en el Calderón, eso de reconocer algo al rival
está como el kilo de angulas. O más. Unos, aplaudirán por el partidito
tan apañao que acaba de marcarse. Otros, porque les supone el tributo
en palmas a un menda que ha mamao club desde que recogía pelotas en la
banda. Un tipo que lleva los cuajarones de lecha mamá colgando de los
tacos de las botas. Un pavo que usa una piel roja, a la que cambia el
moreno, pero nunca la etiqueta. El escudo. Un One Man Club, que dicen
por aquellos pagos de la vieja Yngalaterra.
Así
es que, sí señores, no se extrañen de aplausos ajenos. Hay gentes que
los merecen, tanto o más que alguno que viste la Camiseta propia. Hay
tradiciones que, amén de serlo, parecen hasta sanas. Humanas. Sentidas.
Y esta, es una de ellas. Como una voz que se levanta por encima de las
marcas, los ibex-35, el tráfico de mercenarios, la trata de esclavos de
millones de euros... El prenderse al Fútbol, agarrarse a sus carnes
divinas como si fueras a marcarte un chotis, conlleva valorar a estas
gentes que van de pañal a bastón. De los que nacen y se hacen. Y
además, aguantan el tirón. Tirando de aurícula.
Por
eso yo ovacioné a Steven Gerrard. Es lo único que a día de hoy puedo
envidiar a un club como el Liverpool. Que conserva un canterano capaz
de transmitir los valores mamaos desde que limpiara los borceguís a la
estrella de turno liverpuliana. Que hubiera cogido con una mano el
balón y con otra los huevos de los felices celebrantes cualquier sábado
con 1-1 y todo el descuento de por medio.
Me
encanta comprobar que todavía existen las águilas imperiales. Los osos
pardos. Los linces ibéricos. E intentar en la medida que pueda y sepa
cuidarlos. Para que no se extingan. Para que mis hijos puedan
disfrutarlos en vivo y en directo. Sin fotos color sepia.
Cuando
abandonaba el Estadio, aún retumbaban los cánticos de sendas aficiones
sobre los muros sagrados del Vicente Calderón. “Fernando Torres,
lo-lo-lo-lo-lo-lo, Fernando Torres...”. Entonces, me toqué el bosillo
de la chupa. No, no lo había perdido. Estaba allí el último número del
“Media Punta”, doblao y sudao, pero vivito y coleando. Con su artículo
sobre nuestro último mohicano. Aquél que le hiceron capitán nada más
salir de la adolescencia... Una vez alcanzao el coche, desdoblé el
número de la revista, volví a leer aquél artículo:
“La
última vez que ví a Torres fue hace dos meses. Estaba en el pub de
Sammy, en Kirkdale, y no tenía buen aspecto. Sammy me dijo que iba
todos los días y se agarraba a la botella. Ya no hablaba con nadie.
Solo grunía. Alguna vez, y cada vez menos, algún joven idiota se
acercaba al viejo striker y trataba de sacarle una conversación sobre
aquellos viejos y buenos tiempos, pero Torres rezongaba: “Nunca fueron
buenos, pero sí que son viejos...”
Pero
no son tan viejos los recuerdfos cuando te van comiendo...Desde el
amanecer hasta la cama; hasta que la botella golpea la moqueta de tu
cuarto y te haces bicho-bola abrazado a una mala almohada.
Torres
es un hombre... Bueno, sólo una vez, cuando entró en el pub aquél tipo
con la Camiseta del Atleti. Se le cayó el vaso y se marchó.
Miento al decir que le vimos llorar... Pero si hubiera jurar que estaba llorando, yo lo juraría.
Hace
dos meses, un día, fue al baño a pelearse con la próstata y se dejó la
cartera encima de la barra. De entre toda la mierda que llevaba aquella
billetera hinchada sobresalía el recorte de un periódico. Sammy y yo
nos miramos y sacamos aquél trozo de papel. Era la crónica de un
partido contra el Atlético de Madrid en el Vicente Calderón.
No
sé español, no sé que decía, pero la foto que dominaba la crónica era
la suya, sonriendo, con la camiseta del Liverpool, de rodillas; con el
cuerpo para atrás, abrazado a Gerrard, celebrando su segundo gol al
Atleti.
Yo miré
a Sammy sin entender ni mucho ni nada y le alargué la fotografía. Sammy
la miró mucho más despacio. Al final soltó un gruñido y me la volvió a
pasar. “Ahí está, ¿no lo ves?”. La volvía a coger y la miré. ¿Qué
estaba ahí?. Un tipo feliz, joven, con la camiseta de un grande de
Europa, abrazado a un jugador de leyenda... La sonrisa de “The Kid”...
Sammy, no veo...
- Mira el fondo
¿El
público?. Caras antiguas de hace cincuenta años, de principios de
siglo. Dios, sí; ahí estaba. Era un niño pequeño. ¿Qué tendría, nueve
años?. Lleva la Camiseta del Atleti. Está llorando. Levanté la vista.
Torres había vuelto.
-¿Con qué derecho hurgas en mis cosas?
- ¿Hicistes llorar a un niño del Atleti?. ¿Fue eso, Torres?. Dí, ¿fue eso?
Me miró con furia y asco, y dijo:
- Ojalá hubiera estado lesionado.
No
vi llegar el puñetazo. La botella cayó sobre la barra. Me arrancó el
recorte y se largó. Aquella fue la última vez que ví a Torres.
Aquél viejo striker del Liverpool.”
Por José Antonio Fúster.
S I E M P R E E S T I R P E.-