Ganar no le sienta tan mal
José Miguélez
También en Bucarest, incómoda sobre todo por alejada, la final fue una reunión inolvidable de fútbol y emociones. No hay nada comparable a una final, se pongan como se pongan. Sobre el tapete, no hubo mucha discusión. El Atlético se impuso al calor de un tanto madrugador, arropado por la táctica, el sacrificio y la máxima atención para empequeñecer el fútbol dominante del Athletic, volverle casi irreconocible, y barnizado de belleza extrema con tres golazos fruto del talento individual de dos de sus jugadores. Si el título fue la consecuencia del orden y la solidaridad del equipo en los asuntos defensivos, también lo fue de la inspiración personal de Falcao y Diego para darle valor título a tres jugadas en las que había nada o muy poco, que fueron cosa exclusivamente suya. Falcao y Diego, dos futbolistas con la fecha de caducidad puesta, con pinta de atléticos efímeros, a quienes les ha bastado un curso, su primero y posiblemente único como rojiblancos, para poner su nombre a un trofeo mayor y ascender de por vida al santoral.
Pero junto a los tipos con capacidad para acaparar los focos, al acierto de Simeone en la dirección previa y durante el duelo, el título de la Liga Europa fue también la proeza de los jugadores secundarios. De dos centrales que pudieron con el físico de Fernando Llorente, de un Filipe colosal y, sobre todo, de la actuación mariscal de dos centrocampistas habituados a las sospechas, marcados por el murmullo y la desconfianza de la grada. Gabi y Mario Suárez, sobre todo Mario, jugaron el partido de sus vidas, borraron al Athletic del trozo de mapa por donde acostumbra a conquistar sus partidos. Sólo Muniain en la segunda parte acertó a provocar ciertos destrozos, pero la bandera que ondeó casi siempre en el medio del campo del Nacional Arena fue la del Atlético.
Y más allá del juego y la pelota, lo diferencial de Bucarest, como en todas las finales, lo marcaron las emociones. Las que florecieron a pie de césped, la alegría desbordada de unos campeones poco acostumbrados y las lágrimas sobrecogedoras del derrotado, la corrección de unos y otros en su antagónico papel. Y las que emanaron de las gradas, el entusiasmo, la fidelidad y el compromiso de quienes no sólo sienten, sino que se consideran parte decisiva del escenario. Y por eso animaron y apretaron y acompañaron y sumaron y abrazaron y cantaron y rieron y lloraron. Durante el partido y después, en la ceremonia de entrega de trofeos. El público del Athletic resistió de pie el trago, aceptó con elegancia el desenlace y agradeció con una ovación atronadora la entrega de su equipo, haberlo llevado hasta allí. Y luego se fue cívicamente, dejando que el ganador acaparara la escena. El público del Atlético festejó la victoria a lo grande, la celebró en comunión con sus jugadores, exhibió a voces su felicidad, saboreó el rato de alegría y orgullo que le volvieron a conceder los nuevos tiempos. Con la sonrisa puesta desde el minuto siete y casi, casi, a contracorriente de su biografía, sin sufrimiento alguno ni un tramo de angustia.
Todo muy emotivo, muy bonito y al tiempo, muy normal. Bucarest fue la estampa conmovedora que acostumbra a ofrecer una final, es decir la postal que deja el fútbol cinco o seis veces al año. Ver llorar al Athletic encogió el corazón y ver disfrutar al Atlético lo descomprimió. Lo de siempre. Bueno, lo de siempre, menos una vez, cuando los atléticos, ante la mirada atónita de los jugadores, se quedaron coreando firmes su fidelidad 45 minutos después de perder la final de Copa en 2010. Nadie ha logrado aún estar a la altura de los atléticos en aquella derrota. Ni siquiera los atléticos en esta victoria. Ayer en Bucarest cantaron y rieron mucho, pero no fueron capaces de mantener el corazón en la garganta tanto tiempo como la noche del. Cuando ganan, su felicidad es en el fondo como la de cualquiera. Pero tampoco les importa. Contra su leyenda, también les gusta ganar. Y mucho. Por eso deberían exigírselo más a menudo.
http://www.sportyou.es/blog/futbol/2012/05/10/ganar-no-le-sienta-tan-mal-411962.html
Atlético, un grande al despiste
Antoni Daimiel
Uno no tiene la culpa de haber nacido en 1970. De haber recibido unas primeras percepciones rojiblancas con la liga del 73, de haberse encandilado con el Atlético para siempre un 20 de Enero del 74 cuando el Ratón Ayala batió a Balaguer con un gol astuto y asistido por Irureta en Valencia. De haber conocido a Maier, Beckenbauer, Breitner, Hoeness, Muller y desgraciadamente a Schwarzenbeck menos de dos meses antes de que se proclamaran campeones del mundo. Con siete años de edad había sido consciente de dos ligas, dos copas, una final de Copa de Europa y la consecución de la Intercontinental. Era rojiblanco y tenía motivos para sacar pecho. No dejo de pensar en situaciones similares en momentos recientes y actuales de gloria colchonera. Anoche imaginé niños de dos, tres, siete o diez años recibiendo un primer fogonazo de conquista vitalicia para el fútbol y para los colores rojiblancos con los golazos de Falcao o con el de Diego. Cosas así atrapan para siempre a un alma inocente cualquiera. Por suerte un segundo de imagen televisiva puede atrapar eternamente a un corazón y un pelotazo de goma no es capaz de borrarte la pertenencia ni expulsarte de un sentimiento.
El Atlético de Madrid ha sido campeón de todas las copas internaciones posibles. Le falta la Champions (Copa de Europa) porque se le escapó en el último minuto de la prórroga de la final. Conviene recordar que lo de “pupas” procede de ahí, no del hábito de perder o del descenso al infierno sino de que le empataran una final de Copa de Europa en el minuto 119.
El Atlético nunca es convencional. Ganó la Intercontinental sin haber ganado la Copa de Europa, ganó la primera Europa League sin ganar ni un partido en octavos ni en cuartos de final y ha ganado dos años después la segunda Europa League con un once titular que no incluía ningún jugador de los que Quique Flores alineó veinticuatro meses antes contra el Fulham, despedazando cualquier definición de proyecto o estructura. El Atlético es atrevido y provocador a la hora de escribir su historia: Perea, Antonio López, Domínguez, Assunçao y Salvio, en su dimensión continental y con estos dos trofeos en dos años se han puesto a la altura de símbolos del Real Madrid como Míchel, Butragueño y Martín Vázquez (que solo ganaron esas dos copas internacionales) o del Barça que juntó a Helenio Herrera con Kubala, Czibor y Kocsis.
Todas estas peculiaridades quizás tengan que ver con que antes de la final el Atlético de Madrid fuera el favorito para los especialistas de las casas de apuestas pero no lo fuera para la mayor parte de la prensa especializada española, muy dada a confundir la simpatía con el juicio. Ni siquiera la delegación del gobierno y el Ayuntamiento de Madrid parecieron confiar en la victoria colchonera. Que la noche anterior a la final los programas televisivos nocturnos (en cadenas nacionales) hablaran del futuro de Higuaín y futuros refuerzos del Real Madrid y una hora después de la final de Bucarest hablaran de las posibles próximas bajas del Atlético, es, digamos, otra de las peculiaridades que rodean a un club como el rojiblanco. Las declaraciones a esa hora de Miguel Ángel Gil Marín, el consejero delegado y máximo accionista de la sociedad, incidiendo en que se vendió a Torres, se vendió a Agüero y se sigue ganando porque el club está por encima de los jugadores no es, digamos, un desmentido a todos los rumores de salida de Diego, Falcao o Adrián. Nadie dudó nunca de que el club estuviera por encima de los jugadores, la cuestión siempre ha sido conocer por debajo de quién está para ser un grande tan diferente, un campeón europeo tan al despiste.
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