Es arduo convivir con la supremacía. Por todas partes te erosiona si no el tiempo -que lo erosiona todo- los enemigos, cuya frontera te discuten, los dioses, que se mofan de tus estandartes, y, sobre todo y antes que nada, la insania de tus súbditos que, nacidos en el esplendor, apenas se resisten a su condición de dilapidadores. Ya no te anima la vida sino el temor de haber muerto, lo que, en cierto modo y bajo la audacia de los negociantes, es aún más rentable. En tu seno encuentran acogida los histéricos, los bobos y aquellos que, a expensas de tu pasado, sueñan para sí lo que la naturaleza, la vida o acaso simplemente sus señoras les niegan. En todas tus victorias es uno de noviembre y sólo falta un Edward Gibbon - pero no, como él, dotado de la prosa de los grandes, sino de la prosa manchada de los diarios deportivos- que cante con nostalgia tus mejores días. Acéptalo. Acepta que al menos desde hace ya una década lo único que haces es cambiar las máscaras de quienes, muy celosamente, ofician tu misa funeral. Y muestra como difunto la educación excelente que tanto te hubiera gustado mostrar mientras vivías.