Hace todavía muy poco que, bajo una luminosa tarde de septiembre, Óliver recibía un balón en el medio campo del rival, lo controlaba al tiempo que giraba con armonía de ángel y, sin mirar, lo enviaba en profundidad a la medida exacta de la carrera del extremo, propiciando no ya la admiración del público sino esa especie de inocente alegría, desde luego fugaz, en que uno ve la vida como una playa donde los niños juegan con los delfines mientras las madres preparan la merienda en un contiguo jardín de mimosas. El césped del Calderón brillaba y cada uno de nosotros se atrevía a celebrar la aparición de algo mucho menos frecuente que el fútbol: una promesa. No podía venir, pues, sino en gélidos, lluviosos y ventosos días invernales como estos, la noticia de esa execrable transacción comercial. Su producto nutrirá el engendro de hormigón hacia el que muchos, después de atravesar lodazales, matojos y escombreras, nos dirigiremos a partir de septiembre. Cierta inquina que la ya larga historia justifica nos empuja a imaginar al hijo haciendo, aunque en silencio, lo que ya hacía el padre: no bien brota una flor, apresurarse a cortarla. Solo que, además, con una dolosa, deletérea y siempre ávida sonrisa de vampiro.