Aquí un artículo de Pedro Simón antes de la final de Hamburgo.
No
es el volcán, no
Por Pedro Simón
Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el aficionado que guardaba
cola para una entrada había de recordar aquella tarde remota en que su abuelo
lo llevó a conocer el fuego.
El
Calderón era entonces una aldea de veinte casas de barro, mi abuelo Marcelino
había pedido permiso a mi madre para el trance ("yo creo que el chico ya
tiene edad, ¿no?") y aquel niño al que le faltaba el cromo de Landáburu
estuvo toda la noche sin dormir.
No
sé ni contra quién jugamos. Ni quién trató de robarnos aquella vez. Ni cuántos
penaltis nos dejaron de pitar. Sé que miré al cielo. Ganamos y mi abuelo -calle
de General Ricardos arriba- me rascaba la cabeza.
El
hombre que me llevó a conocer el fuego era maestro, tesorero del Real Club
Deportivo Carabanchel, tuvo los huevos de echar un día al Butano a patadas de
la Federación Castellana de Fútbol y se plantó ante el aspirante a marido de su
hija. El pollo candidato era del Real Madrid. Tuvo que hacerse del Aleti. Luego
acabó siendo mi padre.
Aquella
temporada abrimos un millón de sobres de cromos. Teníamos por lo menos 12 Quique
Ramos. Pero ni rastro de Landáburu. Se fue de la directiva del Carabanchel
el día en que se decidió darle un nuevo rumbo a la entidad: aquello iba a ser
una especie de cantera merengue. Que no contaran con él.
Llegaron
los Gil y Gil y los Cerezos, y Marcelino se amustió. No entendía ni aquellas
cadenas de oro, ni aquellos gritos, él, que seguía siendo un señor aún cuando
salía a la calle en zapatillas de andar por casa o cuando, muy al final, se
llevaba los palillos del bar. "El Aleti es nuestro, de la gente",
decía. "No de estos fantoches".
Acabó
como el anciano del anuncio de la Señora Rushmore. Dejó el tabaco. Dejó las
apuestas en el canódromo. Dejó la sal. Cuando le quitaron la copita de vino,
cuando el corazón le mordió medio cuerpo y ya era una tembladera con bastón,
pidió que no le quitaran el Aleti. Fue su morfina hasta el final. El día en que
me explicó lo que significaba la palabra Schwarzenbeck, comprendí de qué
lado íbamos a estar siempre.
Dicen
por ahí que si hay una erupción en Islandia, que si es una nube que se mueve,
que si el cráter sigue soltando humo. Bah.
Marcelino
Esteban murió el 21 de febrero de 1991, cuatro meses antes de que ganásemos la
Copa del Rey contra el Mallorca. Llevaba un pin del escudo rojiblanco en
la chaqueta raída. Tenía los pies helados el hombre que me llevó a conocer el
fuego.
No
es el volcán, no. Son las cenizas de mi abuelo. Acabo de sacar el álbum y estoy
viendo el cromo de Landáburu, viejo. Sigo mirando al cielo. Vamos,
Aleti, vamos.
Tenemos lo que nos merecemos, por blandos, por tibios y por mierdas, luego menos lloros cuando el Atleti desaparezca.