porRuria On Febrero - 2 - 2009
[por Rubén Uría] En primer lugar, gracias señor Aguirre.
Por su saber estar, por su respeto hacia la afición, por comerse
marrones que no le tocaban, por lidiar con el desecho de tienta que le
fichan, por guiar este barco fantasma a puerto Champions y por su cariño hacia la afición. En su debe, que otros le afeen su acento de Jalisco, que otros le echen en cara las mañanitas que cantaba el rey Miguel Ángel Gil, que uno no entienda que no fichara a Riquelme, que sea reprochable que de Maniche
hacia abajo haya diarrea o que su equipo practique un fútbol que haría
vomitar a una cabra cada tres domingos. Es, créame, lo de menos. No
albergue pesar en su corazón, Don Javier. Usted no mató a Manolete, fue Islero.
Javier Aguirre | Foto: www.marca.com
Usted sabe que le ficharon por entrenador serio, capaz, de resultado fácil, verbo correcto y objetivo cumplido.
Usted estampó la firma con un histórico venido a menos, pero en la
letra pequeña del contrato no le hablaron de sentimientos, de fútbol de
altura, de gente que sufre, de historias de Gárate, de títulos, del Atlético de Madrid. Por el contrario, si uno firma un contrato con los Giles y Cerezo de turno, uno pasa de entrenador a ser entrenado. De educador a domesticador. De técnico a funambulista. Desde
ese mismo día, usted pasó de entrenador fiable, coherente y trabajador,
a empleado a sueldo, capataz de las obras de El Escorial y por
supuesto, a técnico-yogur. Uno de esos que nunca acaban de
cuajar, que son baratillos, y que siempre acaban por tener fecha de
caducidad. Ahora pedirán su cabeza, la ofrecerán en bandeja de plata y
a otra cosa mariposa.
Pero no sufra. Su defunción deportiva no mitigará el drama del Atlético, no será suficiente carnaza para aplacar a la afición. El problema de este Atlético, de este bendito y maldito sentimiento, Don Javier, nunca ha sido de entrenador.
Siempre ha sido cosa de los dueños (si moralmente se les puede
denominar así, cuestión discutible en materia de delitos prescritos). Usted
no es el cáncer a extirpar porque, sietemachos o mariachi, Cantinflas o
Padrecito, en el Atlético de los Giles y Cerezos, los entrenadores
siempre tienen la culpa de todo. Primero por inercia, después
porque sólo son simples empleados. Tipos que llegan, cobran y se van.
No importa si trabajan o no, si sus equipos juegan a fútbol o no, si
rinden o no, si promocionan a la cantera o no. Sólo están de paso.
Entre otras cosas, Don Javier, porque en el Atlético de Madrid la única
profesión de riesgo es la de entrenador. Pregunte por Luis Aragonés. Llame a Tomislav Ivic. O a un tal Radomir Antic. Que le cuente Clemente cómo lo echaron cuando su Atlético era segundo.
Y eso, querido cuate, eso es lo único que no ha cambiado en este Atlético de la Sociedad Anónima, la caspa, y el Desde que Amanece, Apetece. Ningún atlético de bien le habrá contado en qué consiste la epidemia gilista que deja este sentimiento como un solar para luego llevarse hasta el solar. Don Javier, el antiguo Atlético de Madrid respetaba los contratos. Firmaba hombres y los hacía futbolistas.
Este nuevo Atlético, el Atlético que a usted le han hecho conocer,
firma futbolistas que en algunos casos ni siquiera saben ser hombres.
Este, su Atlético de ahora, el que le ha tocado, ya no respeta los
contratos. El de ahora, el de la SAD, borra con el codo lo que firma con el brazo.
Quizá algún día, cuando usted porfíe sobre su experiencia en el Atlético, allá por algún confín del México lindo, entre Tijuana y Puebla, cuando se tome a güasa que le llamaban “Cantinflas”
con tinte peyorativo, quizá ese día recuerde esta humilde proclama.
Quizá ese día aún recuerde, de manera fresca, que usted no era el
cáncer a extirpar. Entre otras cosas, porque de un tiempo a esta parte,
ese estigma, esa maldición, ese hastío, esa calamidad, esa desgracia,
ese virus, esa venta de humo infame, ha convertido al Atlético en un
ente miserable y podrido, con la complacencia de la prensa y bajo el
yugo de sus dueños (eso dicen ellos). Con ellos, señor Aguirre, el
Atlético ha pasado de ser un club histórico, a ser una sociedad
histérica.
Quizá ese día, cuando ya pueda contar
la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, querido Javier,
quizá ese día entienda que el portavoz de la familia Gil se
apellida Cerezo, es buen tipo pero realiza declaraciones de alcornoque
y piensa que sus abonados se han caído de un guindo. Quizá ese día ya no sea esclavo de sus palabras y pueda contar que mientras usted pidió un pelotero, alguno podría andar liado firmando un pelotazo.
Pero insisto, no se aflija. Ni fue el primero en irse, ni será el último.
En lo que queda del Atlético de Madrid, lo único que no ha cambiado es
el oficio de entrenador. Les fichan, pero no saben ni cómo, ni cuándo,
ni por qué. Sólo les fichan y luego, pasado un tiempo, cuando ya no
sirve como coartada, les echan a los leones. En cualquier caso, Don
Javier, ha tenido usted mucha suerte. Su adiós lo han decidido dos
personas. Hace unos años, el futuro del entrenador, cuando
enfilaba el corredor de la muerte, no lo elegían los pasajeros del
palco. El encargado de tomar la decisión era un caballo.
En esa época, Jesús Gil (que en
paz descanse), arreglaba Marbella y ejercía de gurú del
Atlético. Sufría como un poseso, se reunía consigo mismo y su propia
persona humana y encendía todas las alarmas. Paseaba, airado y excitado, fogoso y fagocitador de entrenadores, y visitaba el gabinete de crisis de su cuadra de Valdeolivas. Allí le esperaba un semental de color blanco. Gil le consultaba.
- Imperioso, ¿Qué hago con el entrenador? ¿Lo echo?
Y el caballo, obediente con su amo, le contestaba sin dudar:
- Échalo Gil.