Contaba yo por entonces once añitos, y al llegar a la aldea descubrí con alegría que también
allí había llegado la tele. Como es lógico, había llegado adonde había dinero y
podía producir dinero; o sea, a una especie de colmado, llamado por los
aldeanos "comercio", el comercio de Ca Teresa. Constaba éste de un pequeño bareto
o chigre, que a la vez era tienda de ultramarinos, y de un enorme local
trasero, que hacía las veces de almacén donde se amontonaban todo tipo de mercancías,
una extraña mesa de billar, un futbolín y, al fondo, colocado un estante
elevado, el mágico aparato.
Como
era julio, los lugareños andaban en plena cosecha del heno, con lo que las
callejas de la aldea estaban desiertas hasta que llegaba el atardecer, cuando
regresaban con los carros colmados de heno para guardar en el "parreiro". Así
que allí para nadie existía aquello del
Mundial, ni siquiera cuando jugaba España, cosa que para mí resultaba
incomprensible. ¿Cómo no les interesaba el fútbol? ¿Cómo ignoraban el primer
Mundial que iba a ser televisado? Para mí, que llegaba con la Liga del 66 recién
conquistada y cantada en el Pinar de Chamartín, en uno de aquellos domingos primaverales
de merienda campestre y transistor, resultaba insoportable pensar que no iba a
poder verlo.
Los
buenos oficios de mi madre lograron que mis abuelos y tíos me eximieran de
ayudar en el trabajo en las praderas, así como que los dueños del "comercio"
abrieran a aquellas incomprensibles horas el local para que yo pudiera ver el
Mundial. Me presentaba yo todos los días a las cuatro en punto, como había concertado
mi madre. Me abría el local Teresa, quien, apoyada en sus muletas y desplazando
con gran dificultad sus más de cien kilos de peso, indefectiblemente me
preguntaba antes de encender la tele qué iba a tomar, porque claro, una cosa es
un favor y otra muy distinta que fuera totalmente gratuito. Un Kas de naranja y
un par de chocolatinas de La Cibeles, que traían cromos del Mundial eran mi indefectible
consumición.
Mientras
el chocolate se derretía en mi boca y daba traguitos de la botella, mi vista
quedaba fija en el aparato. Gracias a él, descubrí a la reina de Inglaterra -una señora muy rara, que en pleno verano vestía abrigo, gorro de casquete y guantes-, a países cuya existencia
ignoraba y, sobre todo, descubrí el fútbol inglés; o sea, que las gradas se
poblaban de banderas, que desde ellas se elevaban al cielo canciones que yo no
entendía, como aquellas que oía a veces por la radio, pero que me encantaban (¡ay,
el "ohmachinín"!). Así que, eliminada pronto España, mi corazón enseguida se
decantó: yo voy con los ingleses.
Y
así, tras superar en un partido bronco a los argentinos y en otro memorable a
aquel equipazo portugués, liderado por el gran Eusebio, y que era prácticamente
el Benfica con el que tanto había disfrutado cuando zurró a los merengues en la final de 1962, llegó la gran final.
Recuerdo mi enfado cuando los alemanes empataron el partido casi al final, y
cómo mis gritos, cuando el árbitro resolvió dar gol en la famosa jugada del
3-2, congregaron junto a la tele a varios parroquianos que estaban en el
chigre: pero chaval, ¿cómo quieres que ganen esos ingleses?, recuerdo que me
espetó uno de ellos, mientras hacía amago de darme una colleja.
Desde
entonces, cada Alemania-Inglaterra es para mí como un oficio religioso para un
fervoroso creyente: acto de obligado cumplimiento. Así que hoy, un poco antes
de las cuatro, lo justo para asistir a la solemne apertura del oficio con los
himnos nacionales, me sentaré en el salón. Y lo haré solo, como siempre me
gusta ver estos partidos. Eso sí, ahora no entretendré los nervios con chocolatinas
y refresco de naranja, sino con los malditos cigarros y la botella de
aguardiente de sidra a mano.
Oh, when the saints go
marching in...