Ese que abrió muchas bocas que le acusaban de falta de clase y
que acabó tapándolas todas a base de goles, con una cabeza de oro y una
escopeta en ambas piernas. Se va Raúl García, el gol de
cada día. Su oficio, competir. Su estatus, conquistado a todo a
pulmón, miembro casi fundador de los legionarios del cholismo. Raúl García, historia del Atlético, se muda a pastos más verdes. Su decisión de vida – así lo describió Simeone-,
le depara un nuevo horizonte en el Athletic, un club que siempre llamó a
su puerta. Allí tendrá minutos. Todos los que su ambición, lo único más
grande que su ardor guerrero, demanda. Se va un ídolo del Calderón.
Un tipo reservado, honesto, discreto y comprometido. Alguien que nunca
quiso ser noticia, que nunca quiso ser polémico, que nunca reclamó los
focos de la prensa, que nunca se sintió cómodo aireando sus historias.
Se va un tipo recto, de los que tiene palabra. De los que no vive del
autobombo, de los que no necesita campañas, de los que no tiene
propaganda.
Se va el ocho del cholismo. Se va un futbolista al que muchos
aficionados, mayoritariamente los que no son del Atlético, dibujan como
un jugador hosco, bronco y protestón. Uno de esos odiosos, de los que
quieres tener en tu equipo pero nunca en contra, porque calan hasta el
hueso. Se va alguien a quien nunca afectó la fama de “paquete” que
muchos, incluso hinchas atléticos, le cargaron a la espalda, siendo
condenado por medio Manzanares.
Se va alguien que regó el campo con sudor, que se empleó a fondo
y que derribó la puerta del éxito a golpe de gol. Lo hizo con entereza.
Con hombría. Absorbiendo las críticas, feroces e injustas, canalizando
su energía para mejorar y demostrar que era mejor de lo que se pensaba.
“No me quejo, pero todos saben me colocan fuera de mi sitiol”. Aquella
confesión de parte a quien esto escribe, en un restaurante madrileño en
tiempos de Aguirre, cayó en saco roto durante años.
Por aquellos días, no era fácil ser Raúl García.
Es más, a veces, era una tortura. Del ocho navarro había tres. Se
contaban con los dedos de una mano. Y sobraban. Él, la verdad sea dicha,
nunca dejó de creer. Nunca bajó los brazos. El cambio llegó con Simeone:
liberó a García del mediocentro, le acercó al área y le concedió carta
blanca para llegar desde segunda línea. Raúl respondió al reto. Con un
sobresaliente.
Pieza clave del equipo, maduró, compitió y se forjó una coraza
de acero para trepar por los corazones de los atléticos. Si no entraba
en la convocatoria de Simeone, al día siguiente acudía a entrenar, en
solitario, a las ocho de la mañana. Si no hacía gol en alguna ocasión
clara, la mañana siguiente redoblaba esfuerzos en la sesión de tiro. Si
no se sentía físicamente a tope, pedía más carga en los entrenamientos.
Si le decían que no podía ir a la selección, crecía aún más y no
descansaba hasta ir convocado. Siempre ese punto de rebeldía, siempre
ese punto de competitividad extrema. Siempre ese trabajo, silencio y
sudor. Con menos prensa que muchos y más esfuerzo que todos, Raúl volteó
las críticas y se ganó el respeto del Calderón.
Se va alguien que logró cambiar la opinión de una afición. No
hay un título más preciado que ese. Alguien que llegó siendo dudoso y se
marcha siendo leyenda. García, además de su gol de cada día, dejó su
esencia en el sur de Madrid. Se va superando a Luis Aragonés
– el ocho más mítico de la historia rojiblanca- como jugador con más
partidos en la Copa de Europa. Y se va con el cariño de todos los que
algún día le criticaron. Se va un señor que ha tomado una decisión de
vida. Se va el hermano generoso del vestuario, ese que nunca quiso hacer
ruido, ese que nunca dejó que otros conocieran su verdadera forma de
ser. Se va el tipo que nunca vendió humo y que dejó una estela de goles,
sudor y títulos. Se va un hombre.
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