Hoy, me apetece dejar en este rincón mi correo mañanero.
Se
me va entre los brazos. Le acaricio el rostro, sangriento, cansado, sudoroso.
Casi frío. Su enorme cuerpo, su cuerpo grande, yace en una esquina con nombre
de Virgen marinera y Paseo de tristeza. Apenas respira. Le abrazo; le tiro mis
labios hacia los suyos para insuflarle aire. Le animo. Como siempre lo he
animado. Empero, le cuesta inhalar oxígeno. Sus párpados amagan. Se me muere
entre mis propias manos. Y miro alrededor, con los ojos tan inyectados en rabia
como en agüita de pena. Por aquella calle que pertenece a Madrid, pero es de la
España entera, con rincones a modo de callejones en todo el mundo, pasa mucha
gente. Con sus maletines, sus micros, sus bolígrafos, sus bufandas, sus puestos
de pipas, su grifo de vermú, sus cámaras de 35 mm... Mas nadie se para. Miran
de soslayo, se presignan a su paso, hay un tipo que escupe... ¡Por los clavos
de Cristo, que alguien me ayude!. Silencio. Indiferencia. Aves de paso. Hasta
sus propios hijos, pasan de largo en manada sin ni siquiera verle. Me pellizco.
No, no es un sueño. Es tan real como el tipo alto y corbateado que está al lado
del moribuno. Con un cuchillo de cocina en la mano. Y al que el gentío, tampoco
ve.
Epístola nº13. Desde el sanatorio mental de Alcohete.
S I E M P R E, S I E M P R E Y S I E M P R E A T L E T I.-