Moría la prórroga de aquella final de Copa de Europa en el Heysel Stadium (15
de mayo de 1974) cuando Luis se acercó a la esquina del área, tomó el
balón como quien sostiene pan tierno y lo dispuso en el verde para
lanzar una falta. Con escasa carrerilla –como siempre– se aproximó a la
pelota y la golpeó con uno de sus letales efectos. No bien lo hizo,
amartilló el brazo derecho y dio un salto para celebrar el gol, antes
incluso de que el balón alcanzara la portería del Bayern. Petrificó a Sepp Maier,
el portero alemán, que solo pudo acompañar con la mirada la mortífera
parábola del cuero antes de perforar la red. Seis minutos separaban al
Atleti de proclamarse campeón de Europa frente al poderoso Bayern de Beckenbauer, Breitner, Müller y Höeness. Lo demás es historia. Aquel espectacular Atlético que dominó el fútbol español durante los años 70 sucumbió
de manera lúgubre, encajando un gol a falta de 30 segundos y cayendo en
el partido de desempate, hundido anímica y físicamente.
Es difícil relatar hoy el grado de depresión en que se
sumió el Atlético tras aquella derrota. Se aturdió, entregado a los
brazos del declive. Comenzó titubeante la siguiente temporada, encajando
goles triviales en el tramo final de los partidos, alimentando a los
fantasmas en una tristeza postcoital sin cigarrillo. Cierta niebla se
decantaba en las gradas de hormigón del Manzanares. Una sombra de
sospecha se cernía además sobre la vida nocturna de los jugadores,
facción de apaches dedicada a gozar de la emergente vida nocturna de la capital. No eran tiempos de modelos y celebrities
subalimentadas, sino de macizas venéreas. Vicente Calderón despidió al
Toto Lorenzo, aquel precursor porteño de las jergas técnicas que tanto
presumía de su "táctica lateral perforativa", y pidió a Luis Aragonés,
quien apenas unos días antes le había hecho dos goles en la UEFA al Derby County, que se convirtiera en entrenador. Fue de un día para otro. "Zapatones" aceptó. Nunca se vio algo así. Colgó las botas y ocupó la vacante del banquillo sagrado,
el mismo que honraron Helenio Herrera, Marcel Domingo o Max Merkel.
Empezó a llamar de usted a sus compañeros. Estaba destinado a
perfeccionar el contraataque rojiblanco hasta convertirlo en el libro de estilo de los colchoneros.
La edad suaviza el carácter, y la última imagen de Luis, la que quedó, es la de un abuelo iracundo pero bonachón.
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A finales de los 60 y principios de los 70, las finales de la Copa Intercontinental
(que enfrenta al campeón europeo con el sudamericano), son partidos
salvajes, auténticas cacerías humanas jugadas a doble partido. Dominada
la competición por las escuadras argentinas, los encuentros en el
continente americano se convierten en pesadillas gore. De allí se salía con llagas y los meniscos crujidos.
Eran los tiempos duros de Racing, Independiente y el escalofriante
Estudiantes de Bilardo, que encanallaban y emputecían los partidos.
Montoneros de mirada amarilla, victimarios y cancheros, defensas
perfumados de patíbulo que rebañan tobillo, pisaban vértebras y
fileteaban rodillas. Canchas de césped alto y reseco salpicadas de
esquirlas de hueso y piezas dentales del rival. Jugadores ensangrentados eran retirados en camilla.
El Ajax, el Celtic, el United o el Milan padecieron en sus carnes
dichas encerronas. Los jugadores se despedían de sus novias y madres, y
hacían testamento antes de partir hacia allí.
Así las cosas, el altivo Bayern se desentendió de la competición por miedo. La UEFA instó al Atleti a sustituirle
en la final frente al Independiente. Qué diablos, se dijeron los
rojiblancos, nosotros tenemos casi tantos argentinos como ellos:
Heredia, Ovejero, Ayala, Panadero Díaz... eran hombres de escroto
blindado y tenían lo que hay que tener. Además, si el gang
espartano de Menelao pudo franquear las puertas de Troya, los
partisanos de Luis ya se habían acostumbrado a hacer butrones en el
jardín del eterno rival en Concha Espina. Aquel equipo de violinistas y macarras, con cierta fama de ferocidad
y un talento descomunal, desgreñado y castizo, que asumió para sí con
actitud modernista el apodo despectivo de indios, no le hacía ascos a
nada. Y atravesaron el océano, gobernados por Luis, para vérselas con
aquellos sacamantecas. La concha de tu madre, pibe.
En marzo de 1975, el Atleti perdió la ida en la Doble Visera de
Avellaneda por la mínima. Pero un mes después, en el Manzanares,
derrotaría a los argentinos por 2-0, con goles de Irureta y Ayala. El Atleti se proclamaba así campeón del mundo.
Hace ahora 40 años. Al año siguiente consiguieron la Copa, y al
siguiente la Liga, obtenida en la última jornada en el Bernabéu. Si
carácter es destino, Luis esculpió para siempre el ADN colchonero.
El gruñón, lacónico y socarrón Luis, siempre antisentimental, decía que
el Atlético era su vida. Puso el colofón a la edad de oro que se
extinguía. Con la década, se apagaría también el aura indestructible del
Atlético, que atravesaba una crisis económica que precipitaría su decadencia ochentera.
Luis volvería, con claroscuros, inmerso en cíclicas
depresiones, muy semejantes a la ciclotimia histórica de su Atleti.
Estuvo después en más sitios. Triunfó casi siempre. Solo él podía poner
los pies en un casino ataviado con chándal. Fan de Camarón, animal
nocturno, Atila en Las Vegas. Del contraataque al tiki taka, y de Madrid al cielo.
Los chándales le sentaban como un traje, y llevaba la corbata como si fuera a cobrar deudas de juego.
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La edad suaviza el carácter, y la última imagen de Luis, la que quedó, es la de un abuelo iracundo pero bonachón, que sabe la diferencia entre un corte de mangas y una peineta, que puede propinarte unos azotes y regalarte a continuación unos caramelos toffee con el paternalismo empañándole las gafas. Si sacudía a Eto'o por la pechera o se encaraba con Romario era por una suerte de motivación inversa, mucho más light de lo que acostumbró a ser en sus inicios en los banquillos.
Por entonces, la era del fútbol metrosexual estaba lejos de despuntar en el horizonte y el balompié era una cueva de homínidos
bailando alrededor del fuego. En ese paisaje bronco, Luis se las
arregló para intimidar. Los chándales le sentaban como un traje, y
llevaba la corbata como si fuera a cobrar deudas de juego, por dar
solemnidad al hecho de requisarte la vida. Su cara podría haber estado
prendida con una chincheta en el corcho de las comisarías. Ese mentón ya prometía problemas.
Las orejas, esas que acariciaba por timidez durante las ruedas de
prensa, eran deliberadamente grandes, como si no quisiera perderse
ninguna ofensa, por el puro placer de coleccionar agravios, sin dar a nadie la oportunidad de repetir nada dos veces.
En aquellos inviernos crudos de antaño sacaba su pelliza de guardabosques misántropo y dirigía a su Atleti abrazado al tabaquismo.
Partido a partido, cartón a cartón, sus pulmones contenían más
alquitrán que toda la red peninsular de carreteras. Aunaba la estatura
de los viejos caballeros del Metropolitano y la bronca del Carabanchel
en cuya dura espalda se acuesta el estadio rojiblanco. No era el tipo
ideal con quien vérselas en una mesa de póker. "Digo más veces 'vete a tomar por culo' que 'buenos días" era su divisa favorita. Las románticas rayas colchoneras llevarán a partir de entonces los indelebles rasgos de Luis.
Aglutinó en torno a él dos épocas gloriosas, la de
Collar, Ufarte y Griffa y la de Gárate, Adelardo e Irureta. Patilludo,
desgarbado, con su perenne barba de tres días, sostenido en sendos
palitroques que ejercían la función de piernas, parecía un ave zancuda
corriendo con apuro, como si huyera sin destreza de los defensores. Sus
feos andares le valieron el mote de "Plomo" en su juventud. Si no el más
elegante, fue el más listo. Alrededor de él, imán áspero, el equipo se armaba o dormía los partidos, con jerarquía arisca. Fue el centrocampista con más llegada del fútbol español
y limpió de telarañas las escuadras de las porterías a base de faltas:
nadie las tiró nunca como él. Fue durante un lapso efímero campeón de
Europa. Lo fue después, y para siempre, al frente de la Roja. Y es que Luis, que sabía de qué va esto, ya lo dejó dicho: "Ganar y ganar y ganar, y volver a ganar".
*Artículo originalmente publicado en el nº 212 de GQ
Fernando Torres. En su despedida.“Cuando lleguen los malos momentos, cuando desde fuera quieran dividirnos y decir que las cosas van mal, en esos momentos que seguro que llegarán, me gustaría que recordarais el orgullo que sentís ahora. Todos somos uno. Eso es ser del Atleti”.